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Su conciencia le gritaba que no era aquél el sacrificio que ella podía hacer. El claustro era probablemente lo mismo que Vetusta; no era con Jesús con quien iba a vivir, sino con hermanas más parecidas de fijo a sus tías que a San Agustín y a Santa Teresa.

Lo cual demuestra que la civilización bien entendida no la rechazaba el clero, así parroquial como catedral de la Vetusta católica de Bermúdez.

A la mañana siguiente toda Vetusta edificada se preparaba a acompañar el Viático que por la tarde debía ser administrado al señor Guimarán. Era Domingo de Ramos. No se respiraba por las calles del pueblo más que religión. ¡El papel Provisor sube! decía Foja furioso al oído de Glocester, a quien encontró en el atrio de la catedral, al salir de misa. ¡Esto es un complot!

«La Justicia le obligaba a reconocer que el actual obispo de Vetusta, don Fortunato Camoirán, era una persona respetable, un varón virtuoso, digno; equivocado, equivocado de medio a medio, pero digno. ¿Tenía un ideal? pues don Pompeyo le respetaba». Don Pompeyo no leía, meditaba. Pero meditaba.

Loco de amor se casó don Carlos Ozores a los treinta y cinco años con una humilde modista italiana que vivía en medio de seducciones sin cuento, honrada y pobre. Esta fue la madre de Ana que, al nacer, se quedó sin ella. «¡Menos malpensaban las hermanas de don Carlos allá en su caserón de Vetusta. Su matrimonio había originado al coronel un rompimiento con su familia.

Pero pide lo que le deben... Pero no se puede hacer nada.... ¿Quieres que yo me ponga de punta con el obispillo de levita? Eso no. Lo pagaríamos en el Lábaro que él inspira y que ahora te trata bien. A propósito de periódicos; ayer venía en «La Caridad» de Madrid, una correspondencia de Vetusta, y, mucho me engaño, o en ella andaba la mano de Glocester. ¿Qué decía?

Unos eran personajes averiados que habían contraído la costumbre de trasnochar en Madrid, otros elegantes y calaveras de Vetusta que los imitaban. Pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían personajes importantes de esta historia. Eran las tres y media de la tarde. Llovía.

Ronzal, como otros días, defendía en tesis general la moralidad presente, debida a la restauración. Vamos, que usted, Ronzalillo, en estos tiempos de moralidad... dijo el alcalde, con su malicia de siempre. Sonrió un momento Trabuco, pero recobrando la serenidad exclamó: Ni yo ni nadie; créanme ustedes. En Vetusta la vida no tiene incentivos para el vicio.

Aquello que él llamaba placer material y tenía mucho de pueril, era el consuelo de su alma en los frecuentes decaimientos del ánimo. El Magistral había sido pastor en los puertos de Tarsa ¡y era él, el mismo que ahora mandaba a su manera en Vetusta! En este salto de la imaginación estaba la esencia de aquel placer intenso, infantil y material que gozaba De Pas como un pecado de lascivia.

Lo que sabía a ciencia cierta era que en don Fermín estaba la salvación, la promesa de una vida virtuosa sin aburrimiento, llena de ocupaciones nobles, poéticas, que exigían esfuerzos, sacrificios, pero que por lo mismo daban dignidad y grandeza a la existencia muerta, animal, insoportable que Vetusta la ofreciera hasta el día.