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Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro, y así como la descubrió la conoció don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase, con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos; la cual había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había conocido a ella.

Recordó cuando estuvo enferma, hacía ya tiempo, y le permitieron verla en su lecho diminuto, donde reposaba pálida y ojerosa, pero más bella que nunca. Recordó también la vez primera que vino á visitar á su madre, quien la recibió en la escalera y la echó los brazos al cuello cubriéndola de caricias y llamándola hija.

Tenía treinta y tantos años y era viuda de un opulento negociante de Candelario. Por qué la llamaban Pimentosa es cosa que no se sabe; pero algunos decían que picaba mucho y levantaba ampolla a la manera de guindilla. Se podía ir a la tienda por verla despachar.

Con esto se despidieron los dos mozos de mulas, cuya plática y conversación dejó mudos a los dos amigos que escuchado la habían, especialmente a Avendaño, en quien la simple relación que el mozo de mulas había hecho de la hermosura de la fregona despertó en él un intenso deseo de verla.

Prefería estar solo y en la obscuridad, por parecerle que así podía saborear mejor su satisfacción. Entraba en su regocijo una gran parte de asombro. ¿Cómo podía él imaginarse aquella tarde, al vagar ante la vivienda de la señorona, que ésta le enviaría un recado para que fuese á verla á solas en la misma noche?...

¿Qué, tanto le interesa á usted? preguntó con mucha hinchazón María de la Paz, que sentía renacer en todas las fuerzas de su antigua habilidosa elocuencia de salón. ¿Pues no me ha de interesar? dijo Elías sintiendo herido su amor propio de mayordomo. Pero voy, si ustedes me permiten, á verla. No puede usted ahora, porque está durmiendo. La va usted á molestar.

Entonces se daban vivas a la Reina y le gustaba a uno verla tan frescota, tan señora, con aquel aire... ¡Y con qué cariño miraba ella al pueblo! Parecía que iba diciendo: «Aquí tenéis a vuestra madre...». ¡Pero ahora...! Pasa la corte, y todo el mundo mutis. Dicen que libertad... Miseria, hija.

Le hacíamos a usted cosquillas para verla reír; su risa me parecía el encanto, la alegría de la Naturaleza. ELECTRA. Vea usted por que he salido tan loca, tan traviesa y destornillada... Y alguna vez me cogería usted en brazos. CUESTA. Muchísimas. CUESTA. A veces con tanta fuerza, que me hacía usted daño. ELECTRA. Me pegaría usted en las manos. CUESTA. ¡Vaya!

La niña de formas graciosas pero indecisas se convirtió durante aquel invierno en una joven de elevada estatura, de gallarda y noble presencia. Nolo quedó sorprendido y confuso al verla. No supo hablarle como antes. Demetria no volvió á parecer por la Braña. En vano el zagal la aguardó una y otra semana con valiosos regalos adquiridos á costa de no pocos trabajos y riesgos.

La historia sagrada estaba a cargo de una morena regordeta, de facciones finas, de expresión dulce, tímida y nerviosa. Apretaba con el cuerpo del vestido tempranos frutos naturales, como si fueran una vergüenza; y más que en su oración pensaba en que los muchachos que miraban desde abajo, podían verla las pantorrillas, que tapaba mal la falda, a pesar de los esfuerzos de la castidad instintiva.