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Lo confieso; me hace daño... hasta sufro viniendo aquí a verla a usted, y, sin embargo, vengo... y seguiré viniendo mientras no comprenda que mi presencia la enoja. Más claro, agua: pero estaba dicha la cosa de tal modo, que, aun suponiendo que Cristeta recibiera disgusto, no podía manifestarlo.

Pero mira, madre, ¡cuántas gentes extrañas, y entre ellos indios y también marineros! ¿Para qué han venido todos esos hombres á la plaza del mercado? Están esperando que la procesión pase para verla, dijo Ester, porque el Gobernador y los magistrados han de venir, y los ministros, y todas las personas notables y buenas han de marchar con música y soldados á la cabeza.

Al verla Fernando en el piano, había sentido curiosidad por conocer su música. ¡Tal vez una romanza dulzona y sensiblera de opereta!... Y aún le duraba la sorpresa que había experimentado al escuchar las grandiosas frases del dolor de Iseo. Debe tener una voz magnífica, ¿no lo cree usted, Isidro?... Quisiera ser su amigo... Usted debe conocerla.

Rafael miraba avergonzado al suelo; tenía miedo de verla, miedo de contemplarse con las ropas en desorden, sucio de tierra, batido y golpeado como un ladrón al que sorprende un amo fuerte. Oyó la voz de Leonora, hablándole con la despreciativa familiaridad que se usa con los miserables. ¡Vete! Levantó los ojos y vio los de Leonora irritados y altivos, fijos en él.

Después, á la luz del candil, iba y venía por la barraca preparando su viaje á Valencia. La madre la seguía sin verla desde la cama, para hacerle toda clase de indicaciones. Podía llevarse las sobras de la cena; con esto y tres sardinas que encontraría en el vasar tenía bastante. Cuidado con romper la cazuela, como el otro día. ¡Ah!

Mesía había huido y vivía en Madrid.... Ya se hablaba de sus amores reanudados con la Ministra de Palomares.... Vetusta había perdido dos de sus personajes más importantes... por culpa de Ana y su torpeza. Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía.

Otras atribuían su palidez y sus ojos eternamente asombrados á la morfina, al opio, á todos los líquidos y perfumes del estupor, creadores de «paraísos artificiales». La pequeña Alicia de otros tiempos apuraba su vida á grandes tragos, hasta el fondo de la copa. Lubimoff creyó no verla más, pero á los pocos días empezó á recibir cartas de ella.

Era aplaudida por elegante, picaresca, graciosa y bonita, o por salir medio desnuda: todos decían al verla: «¡qué guapa!», rara vez la celebraban como artista. Harto lo comprendía ella, sin forjarse esas dañosas ilusiones con que el amor propio ciega y pierde a los vanidosos... y, además, recordaba que la única persona que había contribuido a promover estas ideas era Juan.

Clara iba a salir de la glorieta con el corazón mortalmente herido, pues en las muchas reyertas que habían tenido nunca habían llegado a palabras tan agrias, cuando entraba Elena en su busca. Al verla de aquella forma, descompuesta y pálida y observar la actitud airada de Tristán, hizo alto sorprendida. ¿Qué es eso, habéis reñido...? ¡Qué feo, qué feo en vísperas de boda!

Adherbal pensaba volver pronto a Tiro; pero antes debía tomar en Málaga cobre, vino, azogue y oro en polvo de las arenas de nuestros ríos, dejando allí en cambio parte de su cargamento. Paseando un día por el muelle vio Adherbal a Echeloría, y al verla juró por Melcart y por Astoret, como si dijéramos por Hércules y por Venus, que jamás había visto criatura más linda y salada.