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Sea lo que fuere, y ya que la cena que nos regalan viene, á cenar y á beber, á ver si comiendo y bebiendo se me aplaca el dolor del cintarazo dijo el otro soldado.

Al ver que se despedía de su madre y de su abuelo, Lázaro corrió fuera por temor de que intentara también despedirse de él. Salió y anduvo á prisa mucho tiempo; salió del pueblo y se internó en el camino, lejos, muy lejos del pueblo. De pronto sintió el ruido da la diligencia, que se acercaba. El joven se detuvo, retrocedió; la diligencia pasó rápidamente.

No es verdad que sea necesaria la idea cabal de la esencia de dos cosas, para demostrar que tienen entre absoluta contradiccion; mil veces consideramos dos figuras geométricas cuya propiedad constitutiva nos es desconocida, y sin embargo no dejamos de ver que son muy diferentes, y que es imposible que la una sea la otra.

No pude porfiar, perdido de risa de ver la suma ignorancia; antes le dije cierto que eran dignas de cualquier premio y que no había oído cosa tan graciosa en mi vida. ¿No? -dijo al mismo punto-; pues oya V. Md. un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil vírgenes adonde a cada una he compuesto cincuenta octavas, cosa rica.

Insensible al cálido día, Artegui levantaba la cortina un poco, se asomaba, miraba el país, los robledales, la sierra, los valles profundos. Una vez acertó a ver pintoresca romería.

Al levantar los ojos, pudo ver las sombras fugaces que proyectaba en su evolución circular toda una escuadrilla de máquinas voladoras. Sintió un agudo latigazo en una muñeca y luego otro igual en la muñeca opuesta. A continuación, una especie de lombriz metálica, fría y cortante, se arrolló á su cuello.

La niña levantó la cabeza estupefacta; pero al ver la sonrisa maligna que brillaba en los ojos de la doncella, bajola de nuevo y se puso a comer sin protesta alguna. Concha no quedó satisfecha; deseaba que se rebelase; verla llorar.

¡No la trato de miserable porque haya rehusado casarse conmigo... sino porque durante meses y años ha alentado mi pasión, porque me ha hecho creer que la compartía... y porque mintió, en fin!... Vamos a ver, señora, ¿cree usted que soy un niño? ¿cree que pude engañarme con respecto a su actitud, a sus miradas, a su acento, a su silencio mismo?

¿No te parece le dijo su hermano que debo subir a dar las gracias a esa señora? Era natural. Raimundo, cuando bajó el telón por segunda vez, la dejó por unos instantes sola y subió al palco de la dama. Una sonrisa feliz iluminó el semblante de ésta al ver al joven en la puerta.

De la calle de Santa Fe a la de Entre Ríos, de ésta a la de Suipacha, donde vivía don Raimundo, de aquí otra vez a la de Santa Fe, y por último, ya encendidos los faroles, a su casa, cuerpo y espíritu abatidos por la fatiga y el poco éxito, pues no encontró lo que buscaba, ni logró ver a nadie: en la puerta, tropezó con don Pablo Aquiles, que llegaba. Miráronse. ¿Nada? preguntó don Pablo.