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, señor; pero en el piso principal no hay habitacion desocupada. Suban ustedes, vean ustedes el cuarto, y luego podrán resolver. Antes subia maquinalmente; ahora subia por amabilidad; pero un hombre no debe ser amable: el hombre no debe robar ese secreto á la mujer.

Son largos los días; las noches, eternas... ¡Qué largo es el tiempo, cuando nos ahogan en llanto las penas! Los celos, como áscuas, en mi alma penetran. ¡Son ascuas de fuego que todo lo arrasan, que nada respetan! Los celos traidores son ráfagas negras. ¡Son arma de majo que hiere en la sombra, donde no le vean!

Pero si alguna vez vamos dentro del coche, es de considerar que siempre es en el estribo, con todo el pescuezo de fuera, haciendo cortesías porque nos vean todos y hablando a los amigos y conocidos aunque miren a otra parte.

¿Lo ve usted? exclamó la buena señora, volviendo el rostro lleno de dulce condescendencia hacia Mario. ¡Cuando yo lo decía!... Bien, hija mía, bien; yo se lo diré... Para será el desaire si lo hay. Prefiero sufrirlo yo todo. Y para que vean ustedes adónde llega mi complacencia, ahora mismo se lo voy a decir; ahora que está solo en su cuarto... ¡Ea, valor!

Con esta separación o enajenamiento que padecen los padres de los hijos, y que en su imaginación la tienen tan anticipada que desde que nacen los crían para aquel destino, no tiene lugar en ellos aquel cariño que vemos en los padres y madres que se han criado y crían a sus hijos con el régimen y educación que se acostumbra entre los españoles; y así, aunque vean maltratar a sus hijos, se les da poco o ningún cuidado, y del mismo modo miran los hijos a sus padres, como que ni los necesitan ni esperan nada de ellos.

Susana, contrariadísima, porque no gustaba de fiestas, había consentido en acompañar a su madre, de real orden, como ella decía riendo. No, hija mía había dicho misia Gregoria, es preciso que empieces a ir a sociedad, que te vean, que te admiren; esto de encerrarse en casa se queda para las feas.

En conclusión, para que todos sean artistas en Lucban diré á ustedes que mi querido amigo Fr. Samuel Mena, su cura párroco, es entre otras cosas buenas, un excelente músico, y vean mis lectores cómo rodando rodando, hemos vuelto adonde partimos.

Pues ¿qué diré del modo con que de noche nos apartamos de las luces porque no se vean los herreruelos calvos y las ropillas lampiñas?, que no hay más pelo en ellas que en un guijarro, que es Dios servido de dárnosle en la barba y quitárnosle en la capa.

Has que quieras; estás en tu casa; eres como el jefe de la familia. Aquí estamos para servirte y obedecerte. Pero qué, ¿vas a salir con ese traje? agregó viendo el mío empolvado y sin aliño. No, vístete otro mejor. ¡Andrés trajo ya el baúl!... Vístete; sal a pasear, a que te vean....

La fórmula solía ser esta: «Muy señor mío y de mi más distinguida consideración: adjuntos le remito unos versos para que, si los estima dignos de tan señalado honor, vean la luz pública en las columnas de su acreditado periódico. Escritos sin pretensiones..., etc., etc.». Pero, nada: no salían. Pedía, después de un año, que se los devolvieran.