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La misma arruga dolorosa la cruzaba siempre, la misma fatal interrogación se leía constantemente en ella. ¿En esta agitación eterna de las aguas hay algo más que una fuerza ciega empujando los átomos unos contra otros? ¿La luz hermosa que reverbera en el horizonte es algo más que una vibración de la materia?

El roder y su acólito tomaron asiento en la tartana de su pueblo, entre tres vecinas que saludaron con afecto al siñor Quico y unos cuantos chicuelos que pasaban las manos por el cargado retaco como si fuese una santa imagen. La tartana avanzaba dando tumbos por entre los huertos de naranjos, cargados de flor de azahar.

Que el sol del mediodía es demasiado ardiente... Que el aire matinal es demasiado frío... ¡Siempre la misma canción! ¿Para qué quiero unos pies tan gustosos de correr, sino se les deja salirse con la suya? Me tratan como a una pobre flor de invernadero, condenada a vivir en un medio artificial. ¿Será que estoy enferma, papá? No, hija mía, no, ¡qué niñería!

Pero, a la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy de su gusto, se había desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto estaban ordeñando unas ovejas; y, en esto, ya volvía a renovar la plática el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen discurso de don Quijote, cuando, alzando don Quijote la cabeza, vio que por el camino por donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y, creyendo que debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que viniese a darle la celada.

Aunque por razón de párrocos tienen obligación estos curas de aplicar las misas de los días festivos por el pueblo, cantar cada lunes una por las almas de los difuntos, y aplicar otra en cada entierro de los adultos que murieren, como todo se expresa en el informe ya citado que dio el Ilustrísimo Señor Obispo de Buenos Aires, no tengo noticia de que algún cura cumpla con todas estas cargas, y lo más que es que unos cumplen con unas y otros con otras, según la mayor o menor disonancia que le hace el faltar o no a ellas.

Cuando Máximo nos dejó después de anunciarnos su casamiento, nos quedamos los dos unos instantes sin hablar. Después, mi padre me puso la mano en la cabeza y me preguntó si me sorprendía aquel matrimonio. Un poco dije en el tono más tranquilo que pude. A también me ha sorprendido.

Con esta pérdida los ánimos de los unos y de los otros se fueron irritando.

¿Me esperabas a , no es cierto? dijo Melchor y dirigiéndose al sirviente que se retiraba después de haber guardado unos platos: José, antes de irse, deme una taza de café. Empezaré, pues, por lo que Baldomero llama lo principal. ¿Y de no?... ¿a qué fue don Ricardo? ¡Andando! Tienes la palabra. Y en una sola lo diré todo: la «Pampita»... ¿El qué? ...la «Pampita»... ¡Acaba!

Y yo no quiero que eso suceda. Raimundo se puso encendido ante aquella singular y humillante proposición. Tardó unos instantes en contestar y al fin dijo entre colérico y desdeñoso: Me parece sencillamente una infamia y una asquerosidad. La arruga, aquella arruga fatal que cruzaba la frente de Clementina cada vez que la cólera agitaba su alma turbulenta, apareció honda y siniestra.

La campesina, que experimentaba ante las gentes de justicia un miedo supersticioso, amenazó, sin embargo, con un pleito, aunque tuviera que vender su casucha y su campo de la montaña. Hubo que derribar todo el muro y volver á construirlo medio metro más acá. Unos sesenta mil francos perdidos; nada para Su Alteza, pero yo sospecho á veces si esto pudo acelerar su muerte.