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Es un templo remendado, construido en el sitio de la gran mezquita, con una mezcla informe de obras góticas en la forma general y complementos del Renacimiento, como la cúpula; donde se ven las ogívas góticas mano á mano con las molduras y los dorados de orden compuesto, clamando á Dios unas y otros contra los incongruentes arquitectos.

Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando esplende en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza subyugadora necesitaba ser subyugada; que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches de tempestad y de los troncos abatidos; Lucía, que, niña aun, cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con amor; Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez; Lucía que, con su encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando largamente; de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando veía entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos; Lucía, en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho; Lucía, que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano.

Esta obra estaba dedicada á la duquesa de Arcos; se componía de unas cien coplas, y según hace constar en su Tipografía Hispalense don Francisco Escudero, no existe hoy de ella ejemplar alguno.

Thiers en la capital se conocían muy pocas noticias hasta que un sobrino de don Juan Nicasio Gallego tuvo la oportunidad de dar á luz unas cartas que poseía, cartas curiosas y que fueron escritas á su ilustre tío por el deán de Sevilla don Manuel López Cepero, á raíz del viaje del célebre historiador francés.

Haré que os lleven dentro de un momento un par de valijas y unas cajas de cartón. Ocupaos en colocar en ellas las cosas de mi hija, para no tener que apresuraros demasiado mañana. Sed discreta, no digáis nada de lo que os he dicho..., y que la loca llore o grite, no os importe, dejadla que grite como si no la oyerais. Es la última vez que os molestará.

La mujer y las hijas del arruinado labrador fuéronse con unas vecinas á pasar la noche en sus barracas. El tío Barret se quedó allí, bajo la vigilancia de Pimentó. Permanecieron los dos hombres hasta las diez sentados en sus silletas de esparto, á la luz del candil, fumando cigarro tras cigarro. El pobre viejo parecía loco.

Estas parientas de sir Edwin siempre le habían parecido gente ordinaria. También encontraba natural que su hijo pensase en volver á Rusia para seguir sus destinos de príncipe. La vida de privilegios y castas de allá era más adecuada á su rango que la existencia democrática de París, donde unas indias americanas, porque tenían millones, podían creerse iguales á un Lubimoff.

Vna cabeça de un hombre, baçiada de çera. Dos cajones de madera con unas plantas de papel de la Villa de Madrid. Vn cupidito de marmol sobre una almohada. Vn Retrato de la S.ra Infanta Reyna de vngría. Seis marcos de éuano verde, ondeados, de bara y tercia de largo. Otros dos marcos dorados, pequeños. Vna peaña de caoba y éuano. Ocho pies de yerro de morillos, forma de culebras.

Creí sentir que una mano de muerta me hundía las uñas en el pecho; ante mis ojos pasaron relámpagos sangrientos; lancé un grito... luego creí oír que una voz me gritaba: «¡Vuela a socorrerla, vuela a socorrerla, sálvala, tu propia vida para conservar la suyaBruscamente me erguí; había vuelto a encontrar mis fuerzas.

»Tantos rodeos para comenzar y los muchos días que llevas sin recibir noticias suyas, te habrán hecho temer que aquí sucede algo grave: desgraciadamente, no hay más remedio que decírtelo. Ha pasado el peligro, pero ha sido grandísimo: unas viruelas espantosas. »En cuanto a su vida, puedes estar tranquilo; los médicos la han salvado.