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Vivíamos felices y tranquilos, y a veces nos decíamos: «Tenéis los teatros, los salones, la Casa de Campo, la Castellana, sois los dueños de Madrid; pero nosotros poseemos el Retiro.

No hay que fiarse de ellos, y más si han sido tranquilos en su juventud, pues ya es sabido que «el que no la hace a la entrada la hace a la salida». Lo mismo le había ocurrido a ella con el doctor. Se casó, creyendo que un hombre grave, que tan enamorado se mostraba, no podía serle infiel; y sin embargo, ya tenía ella que contar de los últimos años de matrimonio.

Los árboles que los producen llevan el nombre botánico de citrus decumanus. Ya bebidos y comidos, y sintiéndose tranquilos por el silencio profundo que reinaba en la selva y en las orillas del riachuelo, se entregaron al sueño, que ningún suceso vino a turbar. Los gritos de una bandada de papagayos los despertaron al alborear el día.

Al verle así, tan triste y tan abatido, le dije: «Bueno, Ricardín mío, a liquidar; prefiero que nos quedemos en la calle antes de verte sufrir de esa manera. Pagas a todo el mundo y viviremos con lo que quede, tranquilos y felices». Total: vendió todas las tierras, casi media Rusia, por la quinta parte de lo que habían costado.

Tranvías, carros, fiacres, carruajes de lujo, todo vehículo se detiene en el acto y los niños atraviesan tranquilos y sin peligro la calzada, guiados por el amor del pueblo, representado en ese momento por el correcto funcionario.

No es eso, Manolo... Cada cual es como Dios le crió... Hay unos que se celan de su sombra y dan mucha guerra á las mujeres... y otros que son confiados y viven siempre tranquilos. Uceda estuvo á punto de decir: «Sólo siente celos el que ama»; pero su alma generosa le hizo volverse atrás, y guardó silencio.

También en esa me encontré contestó el marino , y allí me dejaron sin pierna. También entonces nos cogieron desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz, navegábamos muy tranquilos, contando ya las horas que nos faltaban para llegar, cuando de pronto... Le diré a usted cómo fue, señora Doña Francisca, para que vea las mañas de esa gente.

Todos los días encontraba rostros conocidos que no había visto en mucho tiempo: estrechaba manos, devolvía saludos. «¡Usted aquí!...» El cañón disparado sobre París á fabulosas distancias poblaba los salones de juego con una muchedumbre de buen aspecto, casi tan numerosa como la de los años tranquilos.

Si en algo se pensaba alusivo a la solemnidad del día era en la ventaja positiva de no contarse entre los muertos. Al más filósofo vetustense se le ocurría que no somos nada, que muchos de sus conciudadanos que se paseaban tan tranquilos, estarían el año que viene con los otros; cualquiera menos él.

Y por último, después de haber preparado cuanto consideró necesario, una tarde, entre dos luces, se mudó al tercero interior de doña Jesualda, en la calle de Don Pedro. En un carrito fueron la cama, sus dos baúles, un arca y varios líos de ropa; ella montó en un simón, llevando sobre las rodillas el costurero que en días más tranquilos le regaló don Juan.