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LUCY. Le queda por enseñarme una habitación: el tocador.

Leía el capítulo segundo, en que la santa manifiesta cómo mostró afición en los primeros años de su juventud a los libros de caballerías y a las vanidades del tocador, y da cuenta con palabras encubiertas de unas relaciones amorosas que por la misma época mantuvo. Cuando levantó los ojos del libro advertíase en ellos cierto regocijo o satisfacción íntima.

La segunda persona que acudió a la tertulia fue el ciego organista, D. Antonio, a par que gran músico y maestro en el órgano, hábil tocador de guitarra, así rasgueando como de punteo. El Sol de Tarifa entró poco después en la sala, seguida de la tía Pepa.

Al principio, ella los rechazaba con rubor, pero después los guardaba en su gaveta, llamándome cariñosamente su ángel tutelar. Un día en que yo andando sigilosamente sobre la espesa alfombra siria, entré en su tocador, ella estaba escribiendo, muy pensativa, con un dedo en el aire. Al verme, pálida y trémula, escondió el papel que ostentaba en tinta roja su monograma.

Tibio perfume, que no venía de ningún pomo de olor, ni arquilla de esencias, sino del lecho entreabierto y de las ropas de la víspera, abandonadas sobre los taburetes, sahumaba el ambiente de la alcoba. Una criada aparejaba en el tocador las toallas, el aguamanil, la jofaina. Otra, el patético albayalde para la tez y el sanguinolento bote para amapolar levemente las mejillas.

Las diez ó doce vacas que había dentro acostadas sobre hojas de castaño y rumiando con sosiego volvieron lentamente la cabeza para mirar á la puerta. Una de ellas, más medrosa que las otras, se puso en pie. La condesa aspiró aquel ambiente denso y húmedo con más placer que los perfumes de su tocador. ¿Cómo se llama esa vaca que se ha levantado? Cereza. ¡Qué hermosa es!

También me encerré en mi tocador en cuanto me levanté de la mesa: igual que el día antes; pero esta vez no fue para estudiar en el espejo afeites ni aliños que me embellecieran, sino para afirmarme en mis ya bien firmes propósitos, dando un repaso mental a lo que me tocaba hacer y decir para cumplimiento de la más delicada e interesante cláusula de mis planes.

Conviene tenerla propicia como a la otra». La otra era Teresina, su criada. Petra subió y se presentó en el tocador de doña Ana sin ser llamada. ¿Qué quieres? preguntó el ama, que se estaba embozando en su chal porque sentía mucho frío. El señor no me ha preguntado por la señora. Yo no le he dicho... que estaba aquí D. Fermín. ¿Quién? Don Fermín. ¡Ah! Bien, bien... ¿para qué? ¿qué importa?

Estaba éste en mangas de camisa, terminando sus operaciones de tocador, y al oír que llamaban, enjugose aprisa manos y rostro, se echó por los hombros la americana y fue a abrir. Don Ignacio... buenos días. ¿Estorbo? No por cierto. Entre usted, si gusta. ¿Está usted vestido ya? O poco menos. ¿Sabe usted que no vino el señor de Miranda? Ya me lo han advertido.

Era una larguísima lista, no sólo de perfumes y jabones, sino de toda clase de objetos de tocador. El capitán había entrado por las páginas de los catálogos como en tierra recién descubierta, haciendo suyo lo que encontraba al paso. Hay aquí por valor de más de mil pesos se dijo el oficinista , y el ingeniero sólo cobra seiscientos al mes.