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No es creíble que el sentimiento y el sobresalto del señor marqués fuesen tan grandes que le hicieran encanecer la barba de repente: creemos más bien que habría olvidado aquella mañana los secretos de alquimia de su tocador, sin duda por no tener presente la siguiente anécdota que le recomendamos: Cuentan de Carlos V que, visitando una vez cierto convento de Alemania, vio un monje que tenía la barba negra y el pelo blanco por completo.

Don José la miraba sin moverse de su duro y martirizante sofá; pero su atención se trocó en asombro al ver que la joven se levantaba, se vestía, aunque a la ligera, echándose la bata, se calzaba y se dirigía al mezquino tocador próximo a su lecho. Un terror acongojante y como supersticioso que se amparó del bueno de D. José, le impedía moverse y hablar.

Y la llevó a su tocador y con maternal solicitud le puso en el pecho unos céfiros que ocultaron lo que en realidad no debía mostrarse. La joven procuró disimular su vergüenza achacando la falta a la modista. No obstante se sintió tan humillada por aquella lección y por la sonrisa compasiva que la acompañó, que nunca más pudo ver desde entonces a la devota marquesa.

Don Marcelo percibió la fuerte mezcla de perfumes que exhalaban su cabeza, sus bigotes, todo su cuerpo. Varios frascos del tocador de las señoras estaban sobre la chimenea. ¡Qué suciedad la guerra! dijo el alemán . Esta mañana he podido tomar un baño, después de una semana de abstinencia; á media tarde tomaré otro... A propósito, querido señor: estos perfumes son buenos, pero no son elegantes.

Nada de menjurjes de tocador, como en los tiempos que frecuentaba el mundo: su cutis, tratado al agua fría, tenía una palidez fresca, de rosada transparencia.

Las dos de la tarde acababan de dar en el gabinete, amueblado con el lujo aparatoso e insolente propio de una cortesana vulgar enriquecida de pronto, cuando Magdalena envuelta en ligeras ropas de levantar y aún tembloroso el cuerpo por el frescor del baño, atizó los leños de la chimenea, y aproximando al fuego el mueblecillo que le servía de tocador, extendió sobre él un lienzo guarnecido de puntillas, encima del cual fue colocando cepillos, peines, tatarretes, frascos, polvoreras y cuanto había menester para peinarse.

Le habían preparado un ancho camarote amueblado con una cama, un armario de espejo y un lavabo. En todos los detalles brillaba la limpieza inglesa y Jacobo encontró con alegría infantil los cepillos, los frascos y los utensilios de tocador que constituyen los cuidados y la elegancia de la vida.

Las dos ofrecían un seductor grupo mirándose en el espejo del tocador, despechugadas, con los brazos al aire y oliendo a carne refrescada por una valiente ablución de agua fría.

Otra copa. ¡Olé, mi niña, valiente! ¡Siga la juerga! Bailaban en medio del corro algunas muchachas, con torpeza de campesinas, haciendo frente a los viñadores no menos rústicos. Eso no vale gritó el señorito. ¡Fuera, fuera! A ver, maestro Águila continuó dirigiéndose al tocador. Un baile de señorío por todo lo alto. Una polka, un wals, cualquier cosa.

Los fué abriendo el contratista, y quedaron visibles docenas de frascos de esencias y de cajas de jabón, así como otros artículos de tocador; todo el encargo enorme hecho á Buenos Aires, que parecía acariciar los ojos con el brillo de sus botellitas de cristal tallado, de sus estuches con forros de seda y pieles finas, de sus etiquetas de oro, al mismo tiempo que cosquilleaban el olfato unos perfumes de jardín sobrenatural.