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De tarde en tarde, pasos en el pavimento de estas calles morunas y ventanas que se entreabren con la ávida curiosidad de un suceso extraordinario; unos soldados que suben lentamente hacia el castillo por las empinadas cuestas; los señores canónigos que bajan del coro, con el pecho de la sotana brillante de grasa y el sombrero de teja y el manteo de color de ala de mosca, míseros prebendados de una catedral olvidada, pobre y sin obispo.

Por las tardes llegaba al castillo como antes al Zarzal, con la sotana remangada, la teja bajo el brazo y la melena al viento. Reanudamos nuestras charlas, discusiones y disputas. Me parecía que el tiempo andaba con pies de plomo, y las cartas de Juno que respiraban la más completa felicidad, no eran a propósito para darme paciencia.

Veinte años he paseao por la calle de las Sierpes, y veinte mil cañas he bebió del lado de acá y otras veinte mil del lado de allá del río... Pero la suerte mía, que es más negra que un sombrero de teja, hablando con perdón, hace tiempo que me ha botado fuera... En fin, paciencia, que más pasa un cornudo... Me admiró la tristeza del acento con que pronunció estas palabras.

Hija de mi alma, yo no tengo ni un clavo ni una astilla, pero le juro a usted por mi salvación que un domingo me salgo por las afueras y robo una teja para llevársela a usted... robaré dos, tres, una docena de tejas... Y hay más.

Por las anchas aceras de la calle de Alcalá desembocaba también en Recoletos muchedumbre compacta de gente de a pie, destacándose de trecho en trecho grupos de mantillas más o menos bien llevadas, peinetas de teja puestas en cabezas más o menos airosas.

»Si le dijera a usted que Villavieja estaba en el propio ser y estado en que usted la dejó tantos años hace, le engañaría a usted y adularía a Villavieja; porque, en rigor de verdad y cumpliendo la ley de su destino, tiene de peor que entonces el estrago del tiempo transcurrido, y el de las miserias y la incuria de sus habitantes. De mejor, ni un ladrillo, ni un clavo, ni una teja.

También sabía de medicina y había hecho curas que pasaron por milagrosas. Era tan grandón que su manteo parecía tener una pieza de tela, y cuando se embozaba no concluía nunca de echar paño al viento. Su sombrero de teja no medía menos de una vara, y como lo llevaba siempre un poco echado atrás y su cuerpo se encorvaba hacia adelante, parecía que iba cargando una pesada viga.

El señor deán, profundamente disgustado, se puso el manteo, cogió la teja de reluciente felpa, y salió diciendo como si el chico pudiese comprenderle: Entre el ábaco y la cornisa: allí está el mal. A los pocos momentos entraban en la iglesia.

Cada teja de su techo y cada terrón de sus campos estaba empeñado; sobre cada espiga que maduraba estaban fijos los ojos desconfiados de su madre, que vigilaba severamente para que los réditos no se atrasaran un minuto. ¿Acaso no estaba en su derecho? ¿Podía él exigir que lo quisiera con mayor cariño que a sus otros hijos?

A espaldas de las cuadrillas sonó el trotar de dos caballos que venían por debajo de las arcadas exteriores de la plaza. Eran los alguaciles, con sus ferreruelos negros y sombreros de teja rematados por plumajes rojos y amarillos. Acababan de hacer el despejo del redondel, dejándolo limpio de curiosos, y venían a ponerse al frente de las cuadrillas, sirviéndolas de batidores.