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Buenas tardes, querida; buenas tardes, amiga mía. ¡Y bien! ¿qué tal ha estado el primer miércoles? Muy brillante... Hemos tenido la visita de Huberto Martholl. ¡Ah, ah! ¿ya? No pierde su tiempo ése; sospecho que tiene sus motivos... ¿Se conserva siempre hermoso? ¿ no dices nada, María Teresa? ¡, querido papá!

No había que hablar a aquellos jóvenes, que se reunían todas las tardes y todas las noches del año en torno de una mesa del café Oriental, de otra cosa que de teatros y comediantes.

Si vuelve usted para entonces, me encontrará y nos veremos por última vez, porque después irremisiblemente levanto el vuelo, aunque llore y rabie la pobre tía... Por ahora estoy bien aquí. ¡Qué cansada me encuentro! Esto es una cama después de un largo viaje. Sólo un gran suceso me obligaría a saltar. Se vieron aún muchas tardes en el jardín, saturado de olor de las naranjas maduras.

Me propuse que nosotros no riñéramos, y dirás si tienes queja de ... Ninguna. Y me propuse también no hablarte nunca de ella. Hoy lo hago, no por Leocadia, soy franco; sino por . ¿Sabes dónde pasa muchas tardes? Su madre se la lleva a novenas y fiestas de iglesia. Y a otras partes. ¡Mira bien lo que dices! No te atufes.

Llegó a admirarla como un bruto: el ideal de la belleza se encarnó para él en sus carnes frescas, sonrosadas y un tanto crasas. El cuarto de la planchadora era una verdadera estufa en las tardes de verano. La proximidad del tejado, lo bajo del techo y la hornilla encendida se conjuraban para hacerlo intolerable.

Buenas tardes, señor Princetot... Ya veo que no me reconoce usted. El Príncipe medio cerró de nuevo sus pequeños ojos, se pasó la mano por sus cabellos ya enteramente blancos, se rascó la oreja y dijo descubriendo su gran perplejidad: A fe mía, señor, que no tengo el placer... Soy, no obstante, uno de sus antiguos huéspedes... El señor Delaberge.

Ramiro acordose de las campanas de Avila, de las tardes de su niñez en la torre solariega y de su madre, siempre llorosa, siempre enlutada, siempre taciturna. Rezó las avemarías. Estaba redimido, estaba purificado, pero sentía su pecho ávido y triste, como un arroyo sin agua. Quiso entrar en la ermita para verter al pie del altar su congoja profunda. Levantose.

Durante el día, sus paredes enjalbegadas la destacan en blanco del fondo verde de la huerta que le rodea; por las tardes, en cuanto el sol se pone, centenares de cristales se alumbran en su fachada; ya de noche, las luces del interior irradian su luz por las ventanas, y, como la de un faro, brillan á diez leguas de distancia.

Casi celebraba esta ruina que le había desarraigado de la tierra paterna. ¿Quién podía saber lo que le esperaba al otro lado del Océano?... Abandonando el grupo del Morenito, avanzaron hacia la proa Maltrana y Castillo. Una voz quejumbrosa les hizo detenerse. ¡Don Isidro!... ¡Buenas tardes, don Isidro y la compaña!

Doña Manuela pasaba las mañanas en las iglesias, frecuentando hasta las más lejanas de su casa, y las tardes en la Limosna de la luz, de donde solía volver cuando encendían los faroles de las calles. Leocadia, obligada por la fuerza de las circunstancias y quizá temerosa de su hermano, cuidaba algo más al padre; mas también volvió a las andadas.