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Y sin embargo, el Epaminondas moderno se servía del bejuco en sus momentos de cólera, ¡y lo aconsejaba! Por aquellos días, los conventos, temerosos de que diese un dictamen favorable á la peticion de los estudiantes, repetían sus regalos y la tarde en que le vemos, estaba más apurado que nunca, pues su fama de activo se comprometía.

, la España del siglo XVII... En las esquinas, de lado a lado, la cuerda que sujeta, por la noche, el farol de luz mortecina, que una piedra reemplaza durante el día. Al caer la tarde, el sereno lo enciende, y con pausado brazo lo eleva hasta su triste posición de ahorcado. ¡Cuántas veces, cuando las sombras cubrían el suelo, me he echado a vagar por las calles!

Me precedió, y escurrió con gran trabajo su ancho y pesado cuerpo por la puerta entreabierta. La cuna se alzaba allí en la luz rosada de la tarde. Entre los cojines aparecía una cabecita roja, apenas más grande que una manzana. Sus párpados arrugados estaban cerrados y tenía en la boca uno de sus puñitos, con los dedos crispados como por una convulsión.

Muchachos con pliegos de colores voceaban las décimas y cuartetas, alegres y divertidas, para las máscaras, colecciones de disparates métricos y porquerías rimadas, que por la tarde habían de provocar alaridos de alegre escándalo en la Alameda.

Todos esperaban de un momento a otro verle tendido en el suelo; pero él seguía bailando, adivinándose el esfuerzo de su voluntad, su resolución de perecer antes que confesar su flaqueza. Se cerraban ya sus ojos con el vértigo, cuando sintió que le tocaban en un hombro, según costumbre, para que cediese la pareja. Era el Ferrer, que se lanzaba a bailar por primera vez en la tarde.

Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses; aquellas costumbres tradicionales, respetadas sin conciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas con mecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o los gestos de un loco; aquella tristeza ambiente que no tenía grandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creía sentir la atmósfera cargada de hastío, de un hastío sin remedio, eterno.

Los dos criados encontraban cada vez más pesadas sus cestas, y seguían con dificultad a la señora al través del gentío compacto e inquieto que se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo, cuyos pórticos, en plena tarde de sol, tenían la lobreguez y humedad de una boca de cueva. Allí era donde resultaba más insufrible el monótono zumbido del Mercado.

Pero excuso decir que nunca faltaban á mi lado un par de centinelas. Una tarde, á eso de las seis, los ladrones que habían salido de servicio aquel día á las órdenes del segundo de Parrón, regresaron al campamento, llevando consigo, maniatado como pintan á nuestro Padre Jesús Nazareno, á un pobre segador de cuarenta á cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma. ¡Dadme mis veinte duros!

Resonó en aquel momento a su espalda la voz de Jacobo, y apresuróse a esconder prontamente en el bolsillo de su falda la malhadada carta. Jacobo reunía a su grey, porque iban ya a dar las dos y media, y a poco que se detuvieran en la visita a Loyola podrían llegar a Zumárraga demasiado tarde.

La tarde llegó; después de comer, el señor de Maurescamp jugaba un rato con su hijo Roberto en el pequeño salón botón de oro, de su mujer, y en seguida iba, como era su costumbre, a fumar un cigarro al boulevard. Juana continuó ejecutando febrilmente en el piano, una serie de valses y mazurcas, mientras que su hijo, vestido de blanco y con cinturón punzó, daba saltos con su aya inglesa y Toby.