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También vino a colación allí lo que ya empezaba yo a echar de menos en boca de la hermana de Neluco; la tesis a que tan acostumbrado me tenían las buenas gentes de aquellos valles: si me iba gustando la tierra de mis mayores; la diferencia que hallaría entre aquellas soledades y las grandezas y diversiones a que estaría avezado en Madrid... y, por último, la lástima que sería que no tomara al valle la buena ley que él se merecía; porque, muerto don Celso, que por muerto había que darle ya, Tablanca se quedaba sin padre y sin sombra de amparo. ¡Y si supiera yo bien lo que valía esa sombra en aquel pueblo, y lo que venían valiendo otras como ella desde tiempos muy remotos!

Todas las casas de Tablanca, con excepciones contadísimas, me parecieron construidas por un mismo plano: la planta baja, destinada a cuadras del ganado lanar y cabrío; en el piso, la habitación de la familia, y la cocina sin más techo que el tejado, y en lo alto el desván, limitado por un tablero vertical sobre el borde correspondiente a la cocina, formando con las tres paredes restantes lo que pudiera llamarse «caja de humos». Afuera, una accesoria para cuadra y pajar del ganado vacuno, y pegado a ella o a la casa, un huerto muy reducido.

Señalado fue también de veras, ¡bien señalado!, aquel día para la casona de Tablanca y para el pueblo.

Lo que tampoco hay en aquel valle son patatas; pero, en cambio, se cosechan abundantes en el de Promisiones, el valle de mi abuela paterna y aguas arriba del Nansa, donde no se da el maíz, que es la principal cosecha de Tablanca, por lo cual estos dos valles, separados entre por cuatro horas de camino a buen andar, están en frecuente trato para cambiar aquellos importantes frutos de la tierra.

Sobre el primer punto, me dijo Neluco que Lita, nacida y criada en Tablanca, no había tenido más escuelas que la del maestro del lugar y la de su propia madre, ni había corrido más tierras que las comprendidas en tres o cuatro leguas a la redonda.

Conoció al mediquillo de Tablanca y le abrazó muy regocijado y cariñoso; a me saludó con la cortesía y los ademanes de un gran señor, de los exquisitamente educados; porque los hay de ellos sin pizca de educación.

Por lo que a toca, llegué en la misma situación de ánimo que un estudiantillo novel a la cárcel de su colegio, después de haber pasado largas vacaciones con su familia: jurándome a propio no volver a salir de Tablanca solo y por aquel camino, para no caer nuevamente en la mala tentación de escaparme.

Tablanca y Robacío eran dos pueblos que se «trataban» mucho; y las familias de Lita y de Neluco, muy amigas desde tiempo inmemorial: hasta había algo de parentesco entre ellas. Lita había pasado, de niña y de moza, buenas temporadas en casa de los Celis; y Neluco, mientras vivió en Robacío, a cada instante se llegaba a Tablanca y casi siempre comía y se hospedaba en casa de don Pedro Nolasco.

Porque la ínclita matrona de Robacío estaba en Tablanca desde la víspera.

La sobremesa había durado cerca de dos horas, como nos lo hizo notar el caballero juzgando que desearíamos descansar; y como ésta era la verdad, aunque estábamos muy bien entretenidos a su lado, diose por terminada la conversación, condújonos a nuestros respectivos dormitorios y encerréme yo en el mío, contemplando la cama, de anticuada forma, pero limpia y bien mullida, como la tentación más seductora de cuantas había sentido desde mi salida de Tablanca al amanecer de aquel día.