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María muere, Angelina se retira para olvidar, a un convento, para olvidar un amor que ya adivina amenguado en el perfecto amante de su fantasía. Porque ellas también, a su manera, son resignadas víctimas de la educación sentimental y casi mística. Sus lecturas favoritas, la sarracena ardentía de su sangre española, no les dejan entrever otra ventura que un «amor de exceso» como dijo el poeta, en donde amor y beso fueran síntesis de la eternidad». Pero cuando la vida va a enseñarles la dolorosa experiencia de su fragilidad, ellas no quieren aventurarse por la senda en que la señora de Bovary camina, velada y suspirando, hacia el amor que engaña.

Pero no importaba; se seguía suspirando, y muchos de aquellos silencios prolongados que solemnizaban la ya imponente oscuridad de la tienda con aspecto de cueva; muchos de aquellos silencios que tanto agradaban a Reyes, estaban consagrados a los recuerdos del año cuarenta y tantos.

La noche estaba obscura, los centinelas del castillo narcotizados con un filtro, la escala colgada ya de la ventana y los raudos corceles piafaban no muy lejos... «¿Qué aguardas, dueño mío, qué aguardas...?» María oía tocar suavemente a los cristales, y más de una vez se había levantado del lecho con los pies desnudos a cerciorarse de que no era su guerrero, sino el viento, quien la llamaba suspirando.

Saliéronle al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que, puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia.

Y por allá se anda a las fechas, sin apartar los ojos de su pueblo, aunque con el consuelo, últimamente, de ver cómo van echándole de menos allí y suspirando por él los mismos que le vilipendiaron, según van volviendo las heces al fondo de la cuba, revuelta por manos viles.

Quevedo suspiró, pero suspirando cargó con un colchón y le llevó á la cámara; volvió y cargó con otro, y así sucesivamente, colchones, ropas, muebles aumentaron el montón que cubría la puerta de entrada de la cámara; y cortinas, tapices, cuadros, ropas, todo fué á parar allí, y todo esto en pocos momentos.

Soy honrada, quiero ser honrada, honradísima, por respeto a mi nombre, a mi familia... ¡Ah!, mi familia añadió, suspirando otra vez... . ¡Si me hubieran acogido con amor, no habría dado yo un mal paso! Mi familia tiene la culpa, ¿no es verdad, padrino? , , hija mía, ella tiene la culpa. Pero vamos a lo que importa... ¿Con qué cuentas para mantenerte? ¿Qué te queda de lo que te dejó tu tío?

He dicho que no. Déjame en paz el alma. Al veinticinco, don Manuel... al veinticinco. Me esperan en casa para que pague. Márchate, o llamo al sacristán. Pues bien; al treinta... que sean al treinta por ciento, como la otra vez. Todo sea por Dios murmuraba suspirando dolorosamente . No dejáis tiempo ni para salvar el alma. Espérame en casa, yo iré así que termine este rosario.

La doctora estaba lejos, y él, suspirando falsamente, abarcó con su otro brazo el talle de Freya, mientras inclinaba el rostro sobre el escotado pecho como si fuese á besar las perlas. Se sintió repelido, á pesar de su vigor, por un retorcimiento de protesta. Vió á Freya libre de sus brazos á dos pasos de él, con unos ojos hostiles que no había conocido hasta entonces.

Probaré, señora maga, probaré dijo Loppi, suspirando. Como una ardilla, como una paloma, como un cordero estuvo al otro día en la mesa Masicas, que comió sopa dos veces, y tocino tres, y luego abrazó a Loppi, y lo llamó: «Loppi de mi corazón».