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Encontraba yo una especie de voluptuosidad severa en errar por aquel gran santuario vacío, repleto de los llantos, de los gemidos y de las plegarias de las generaciones muertas, y allí me estaba apoyado en un pilar, con los ojos vagos y la mente más vaga todavía, saboreando impresiones de una poética melancolía, cuando un rayo de luna, surgiendo de uno de los rosetones del crucero, atravesó el espesor de las tinieblas y trazó en ellas un surco de luz pálida y temblorosa que hizo aparecer la sublime altura de la bóveda y destacarse las esbeltas columnas de pesados capiteles esculpidos... Fue un efecto de incomparable belleza.

La imagen de Blanca me atraía involuntariamente: veíala andar y detenerse burlonamente en mi camino como dándome tiempo para alcanzarla, y cuando creía tenerla cerca, la visión desaparecía dejando en mi sueño el surco luminoso de su vestido rojo que parecía disolverse en el aire en deslumbrantes e impalpables copos de fuego.

En cambio, el Chiquito deteníase algunas veces, lanzaba en torno una mirada satisfecha, se escupía en las manos, y agarrando de nuevo el perforador continuaba el trabajo. Su burdo contendiente aún no se había detenido una sola vez: golpeaba la piedra, con la cabeza baja, mostrando la pasividad resignada del buey que abre un surco sin fin.

Pero de cintura arriba mostrábase el señorío, «la dignidad del sacerdote de la instrucción», como él afirmaba; lo que le distinguía de toda la gente de las barracas, gusarapos pegados al surco: una corbata de colores chillones sobre la sucia pechera, bigote cano y cerdoso partiendo su rostro mofletudo y arrebolado, y una gorra azul con visera de hule, recuerdo de uno de los muchos empleos que había desempeñado en su accidentada vida.

Pero él, con un golpe de su garrote, abrió anchísimo surco en la masa de enemigos, enviando por el aire docenas de éstos, y á continuación le bastaron varias patadas para desbaratar el resto de la tropa. Todos los que aún se mantenían de pie huyeron, dejando el suelo cubierto de camaradas inertes ó gimeantes.

Por fin el Galeón Amarillo llegó á las rompientes, evitó los obstáculos y en cortos momentos, dejando atrás todo peligro, surcó las tranquilas aguas del Garona. Un viernes por la mañana, el veintinueve de Diciembre, dos días antes del de San Silvestre, ancló el Galeón Amarillo frente á la noble ciudad de Burdeos.

Al poco tiempo, no satisfecho de la vida del mar ó deseoso de mayor medro, se quedó en Londres, entrando como empleado en una casa vizcaína. Su madre murió de repente. La encontraron tendida de bruces, sobre un surco de aquella tierra gredosa que cultivaba desde la niñez, y que su marido no podía hacerla abandonar.

Así que salimos á la plaza de la Concordia, divisamos, entre el juego de muchas luces particulares, un surco contínuo de fuego, tirado á cordel; á medida que el coche avanzaba, veiamos escaparse, como apariciones fugitivas, la rica y espaciosa calle de Castiglioni, divisando como un relámpago la enorme columna de Vendome; la plaza y la fachada del palacio Real, iluminadas perfectamente, el anchuroso bulevar de Sebastopol, con sus dos hileras de faroles que se van juntando á medida que la mirada se prolonga, hasta que se pierden en un montecillo de luces trémulas, á una distancia que parece de ocho ó diez millas; el gigantesco torreon negro, con su jardin alrededor, como una azucena sembrada al pié de una roca deforme; el palacio de la Ciudad y su plaza, alumbrada por grandes faroles, la caserna de Napoleon, hasta llegar á la Bastilla, plaza extensa, menos brillante que la de Vendome ó la de las Victorias; pero no menos interesante como teatro histórico.

Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas aclamaciones; cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España, muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos, los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria.

Muy al fondo brillaban en llamaradas de un rojo sombrío los últimos resplandores del día moribundo que arrojaba sobre las pulidas baldosas un largo surco de luz. Sonidos vagos, que recordaban la voz de un niño, herían mi oído cuando el viento se colaba bajo la bóveda. Un leve grito de gozo llegó hasta , a través de la puerta, y me hizo estremecer.