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No, tampoco. Pues entonces ¡córcholis, recórcholis!, ¿a dónde vas? La Nela no contestó nada: seguía mirando con espanto al suelo, como si en él estuvieran los pedazos de la cosa más bella y más rica del mundo, que se acababa de caer y romperse.

Soplaba la campana su ensordecedor rugido y subía recto por el espacio un surtidor que se abría en lo alto como una palmera roja, esparciendo plumas de luz, hojas azules, anaranjadas, de un rosa blanquecino, descendiendo después para apagarse antes de llegar al suelo.

En una de aquellas manotadas que daba la Sánchez, tiró un cestito que sobre la chimenea estaba, y de él cayó una cajetilla de cigarros. «¿También fumas, cochinazahabríale preguntado Rosalía, si hubiera podido hablar con espontaneidad; pero miró a la otra recoger del suelo la cajetilla, y no dijo nada. Al poco rato entró el mozo con el café, y dejó el servicio sobre el velador.

El silencio hacía renacer el murmullo de la hojarasca, el zumbido de los insectos, la respiración veraniega del suelo ardiente de sol, todos los ruidos de la Naturaleza, que parecía haberse contraído temerosamente bajo el peso de los hombres en armas. No se daba cuenta exacta Desnoyers del paso del tiempo. Creyó todo lo anterior un mal ensueño.

Los embudos abiertos por las bombas los había rellenado. Algunas veces, el triángulo de acero tropezaba con obstáculos subterráneos... un muerto anónimo y sin tumba. El férreo arañazo seguía adelante, sin piedad para lo que no se ve. De tarde en tarde se detenía ante obstáculos menos blandos. Eran proyectiles hundidos en el suelo y sin estallar.

Montiño tembló de los pies á la cabeza, vaciló y cayó de rodillas sobre el suelo encharcado, murmurando: ¡Ah! ¡Perdón! ¡perdón, señor! exclamó ; me aterraron... el tío Manolillo...

La humedad que se nota en este sitio, recuerda las inmediaciones de los arroyos. Pronto desaparecen los alisos, a medida que el suelo se eleva o caldea: los viejos troncos agujereados; las hayas, cuya corteza tigrada como tejido parece de musgo dorado; los castaños, con sus ramas extendidas como los cedros, con hojas agudas cual lanzas, bordan el camino.

Caminó ligeramente hacia Monte-Carlo. Pasaba ante las «villas» y los jardines como si sus pies tomasen nuevo impulso al tocar el suelo, como si en la atmósfera primaveral se hubiesen disminuído las leyes de la gravedad. Dentro de la población se detuvo ante las gradas de la iglesia de San Carlos.

Aquella casa aérea, levantada treinta pies sobre el suelo, estaba admirablemente construída.

Y esas pobrecitas, desalentadas, de nuevo boca abajo... ¿no lo dije? ocho puntos más el oro, y las acciones en el suelo. ¡Ah! ¡sacramento! ¡sacramento!