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Era la otra cascada y a veces chillona. ¡Vaya con la pareja! Riquín y D. José de Relimpio jugaban arrastrándose por el suelo. Caballo y jinete se besaban, locos de regocijo, en la confusión de las caídas leves. Abriose de pronto la puerta de la sala, y entró... nada menos que la Sanguijuelera.

Don Paco estaba ya casi encima del bandido, y al mismo tiempo que éste disparaba, le sacudió tan tremendo garrotazo en el brazo izquierdo, que le hizo soltar el arma y dar con ella en el suelo. El tiro salió antes, pero torcida ya la dirección, las postas, sin tocar a don Paco, fueron a agujerear el muro.

Puede que en tu tierra se den esos casos; pero lo que es aquí... donde lo tienes es en los patios, en las corraladas, debajo del suelo de las leñeras, almacenes y bodegas, y, si a mano viene, empotrado en las paredes... Mismo poder yo discubrierlo él... Yo dicer ti, si quiriendo , si casar migo.

La fertilidad de su suelo y más aún el talento de los que en él nacen y viven para todas las artes que hermosean, hechizan o consuelan la vida humana, su industria y su comercio, su fecunda habilidad para producir objetos de lujo y de regalo y su virtud económica para crear riqueza y para conservarla, todo esto concurrió a que Francia siguiese siendo, si no la primera en poderío material, la más querida, la más admirada, la más respetada, y fuera de Inglaterra, la más rica nación de Europa.

Los manzanos y otros frutales estaban también en flor. Y la hierba nueva en el suelo y los tiernos renuevos en los álamos y en otros árboles lo esmaltaban todo de alegre y brillante verdura. Los pajarillos cantaban; el sol naciente doraba ya con vivo resplandor los más altos picos de los montes, y un ligero vientecillo doblegaba la hierba y agitaba con leve susurro el alto follaje.

Principalmente el plebeyo, a quien apodaban el Naranjero, que por lo que noté oficiaba de gracioso, se distinguía de los otros por la multitud de frases burdas, obscenas, pero extrañas, propias de una imaginación descompuesta, que sin cesar profería. Concha taconeaba fuertemente sobre el suelo, levantando polvo, restregando los muslos, las manos en las caderas, dejando inmóvil el torso.

Dejábase caer en el suelo, le llamaba, le traía hacia y principiaba a pasearle las manos por el lomo, a rascarle la cabeza y hacerle cosquillas debajo del cuello, murmurándole al mismo tiempo en el oído palabras de cariño, un gorjeo mimoso que el animal acogía con espasmos de voluptuosidad. «Te quiero, te quiero. eres muy bueno. ¿Verdad que eres bueno?

Estrelló contra el suelo el reclinatorio, derribó de un revés á su delator Ambrosio, que puso el grito en el cielo, y atropellando á los aturrullados frailes que formaban la retaguardia, bajó á escape la escalera.

Tantos y tan recios fueron los golpes, que la criatura, tratando de huir aquel martirio, se agarró con las manos crispadas a las sayas de su verdugo. Sin saber cómo, tal vez por haberse colgado inconscientemente a ellas, la cinta que las sujetaba se rompió y vinieron al suelo, dejando a la costurera solamente con la camisa. Dio un grito de vergüenza y se apresuró a levantarlas.

Y el labriego, insensible á las melosidades gitanas, encerrado en mismo, pensativo é incierto, miraba al suelo, miraba á la bestia, se rascaba el cogote, y acababa diciendo con energía de testarudo: Bueno; pues no done mes . Bueno; pues no doy más.