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Los habían enviado á Italia como refuerzo, después del desastre de Caporetto, y ahora los volvían á llamar apresuradamente, para defender el propio suelo amenazado. Nada de cánticos y de aturdido regocijo; todos silenciosos, cansados y sucios, de una suciedad épica. Cada vagón parecía una jaula de fieras, por su olor acre de cuadra de circo.

Mientras me guiaba por los anchurosos y sucios corredores, no pude menos de decirme: «Ceferino, dispensa, chico, pero estás haciendo una melonadaTropezábamos aquí y allá con mujeres y hombres que me miraban fijamente, como si adivinasen aquel juicio poco lisonjero que había formado de mi persona y lo corroborasen en todas sus partes.

Creyó soñar; chocaron sus dientes, su cara púsose verde, y le cayó la capa, dejando al descubierto un viejo gabán y los sucios pañuelos arrollados á su cuello. Tan grandes eran su terror y su turbación, que hasta le habló en castellano. ¡Barret! ¡hijo mío! dijo con voz entrecortada . Todo ha sido una broma: no hagas caso. Lo de ayer fué para hacerte un poquito de miedo... nada más.

Las mismas paredes enjalbegadas, pero aquí menos blancas, ahumadas por el vaho nauseabundo del combustible animal, rezumando grasa por el continuo roce de los cuerpos sucios. Iguales escarpias en los muros, y colgando de ellas todo el ajuar de la miseria, alforjas, mantas, jergones destripados, blusas multicolores, sombreros mugrientos, zapatos pesados de innumerables remiendos con clavos agudos.

El piloto Lorenzo Fréitas y muchos de la tripulación, decidieron no abandonar a Morsamor e ir con él donde quisiera llevarlos. Bajo la inteligente dirección de dicho piloto, hábiles calafates del país, limpiaron los fondos de la nave, que estaban harto sucios, la carenaron bien y la pusieron como nueva.

iv La única visita que recibían era la de Feliciana y Olmedo. Ni una ni otro agradaban mucho a Maximiliano: ella por ser ordinaria y de sentimientos innobles, incapaz de apetecer la honradez como estado permanente; él por ser muy atropellado, muy hablador, muy amigo de contar cuentos sucios y de decir palabras indecentes.

A pesar de la profanadora faldilla, el aspecto de la imagen era imponente: el cadáver del Dios de la Caridad parecía dominar aquel conjunto ridículo de flores de trapo, candelabros sucios, estampas chillonas, tallas barrocas y pantorrillas de cera. Al examinar el templo, se notaba que todo lo demás estaba vivo o expresaba vida: el único muerto que había en la Iglesia era Cristo.

Para congraciarse con ellos y también con sus mamas, llevaba consigo siempre buena provisión de bolsitas de seda con unos Evangelios dentro, que colgaba al cuello de los nenes para preservarlos de peligros y que fuesen con el tiempo buenos cristianos. Hasta los chiquillos más feos y más sucios le llamaban la atención.

Pasaron batallones, escuadrones, baterías, con dirección al Norte, fatigados, sucios, cubiertos de polvo y barro, pero con un enardecimiento que galvanizaba sus fuerzas casi agotadas. Los cañones franceses empezaron á tronar por la parte del pueblo. Grupos de soldados exploraban el castillo y las arboledas inmediatas.

Las mujeres mal vestidas que salían a las puertas y los chicos derrotados y sucios que jugaban en la calle atraían sus miradas, porque la existencia tranquila, aunque fuese oscura y con estrecheces, le causaba envidia.