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Sonaban los esquilones llamando á los fieles á misa y como atraídas por ellos pasaban mujeres viejas, vestidas de negro, con aspecto mixto de bruja y dueña, y ese tufo de ropa antigua, semejante al olor de la piedra mohosa de los templos.

, hijo, ; pero no hay necesidad de que te molestes. Pantaleón, que no tiene nada que hacer, se encargará de ello. ¡Que no tiene nada que hacer! Estas palabras, pronunciadas con perfecta naturalidad y hasta con la sonrisa en los labios, sonaban a sarcasmo. Tampoco él tenía nada que hacer; demasiado le constaba a ella.

Sonaban en aquel momento las doce en el viejo reloj de la sala, y tía Pepa, que andaba en las piezas interiores, se presentó en la habitación. ¿Acabaste ya? ¡Ya! Vea usted.... Mañana, hijita. Es preciso madrugar. ¿No dices que quieres ir a las misas de aguinaldo? ¡Yo también, yo también quiero ir! ¡Ni quien se acordara de eso!

Un poco más allá sonaban las enormes tijeras en continuo movimiento, pasando y repasando sobre la redonda testa de algún mocetón presumido, que quedaba esquilado como perro de aguas; el colmo de la elegancia: larga greña sobre la frente y la media cabeza de atrás cuidadosamente rapada.

Con este empeño de adelantamientos, como el sonido de las campanas le fastidia, hace que el diablo queme la cabaña de Baucis y Filemon, emblema de la vida antigua, y queme además la ermita, que estaba al lado y donde sonaban las campanas; esto es, acaba con la religión, en nombre de lo cómodo y progresivo.

A don Fermín le asustó la impresión que le produjo, más que las palabras, el gesto de Ana; sintió un agradecimiento dulcísimo, un calor en las entrañas completamente nuevo; ya no se trataba allí de la vanidad suavemente halagada, sino de unas fibras del corazón que no sabía él cómo sonaban. «¡Qué diablos es estopensó De Pas; y entonces precisamente fue cuando se encontró con los ojos de don Álvaro; fue una mirada que se convirtió, al chocar, en un desafío; una mirada de esas que dan bofetadas; nadie lo notó más que ellos y la Regenta.

Y así como Adriana misma, mientras hablaban y reían con ligera locuacidad sobre temas con frecuencia pueriles, soñaban interiormente sus cosas ideales; y como ella, también, vivían sin dejar transparentar el mundo de imágenes amorosas y de suaves ideas que las encantaban en la cotidiana meditación. Alguna vez, cuando atardecía, abrían los balcones, que daban sobre la Avenida Quintana.

Maltrana levantó los hombros. ¿Para qué?... Habían salido a primera hora algunos vaporcitos llenos de pasajeros: familias mareadas aún por el balanceo de la noche y ávidas de asentar el pie en suelo firme; damas rubias que soñaban con excursiones al interior, olvidando que el buque sólo iba a detenerse el tiempo necesario hacer carbón: unas cuatro horas.

Las sombras de las hojuelas de la bóveda verde jugueteaban sobre las hojas del libro, blancas y negras y brillantes; se oía cerca, detrás, el murmullo discreto y fresco del agua de una acequia que corría despacio calentándose al sol; fuera de la huerta sonaban las ramas de los altos álamos con el suave castañeteo de las hojas nuevas y claras que brillaban como lanzas de acero.

Así lo he hecho yo y así espero que lo haga él. Es joven y tiene el mundo por delante; que trabaje y se haga hombre...» Hijo mío, yo cumplo el encargo. Espero que no te ofenderás por ello. Mario quedó tan aturdido que no habló una sola palabra. Las de su suegra le sonaban en el cerebro como martillazos.