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En el entresuelo, Basilio vió á Sinang, tan bajita como cuando la conocieron nuestros lectores aunque algo más gruesa y más redonda desde que se ha casado. Y con gran sorpresa suya divisó allá en el fondo, charlando con Cpn. Basilio, el cura y el alférez de la Guardia civil, nada menos que al joyero Simoun siempre con sus anteojos azules y su aire desembarazado.

Pero ni Simoun, ni Ben Zayb, ni el P. Irene, ni el P. Camorra la sabían y pidieron el cuento unos por guasa y otros por verdadera curiosidad. El clérigo, adoptando el mismo tono guason con que algunos se lo pedían, como un aya cuenta un cuento á los niños dijo: Pues érase un estudiante que había dado palabra de casamiento á una joven de su país, y de la que al parecer no se volvió á acordar.

¡Utopía, utopía! contestó secamente Simoun; la máquina está por encontrarse... en el entretanto tomo mi cerveza. Y sin despedirse dejó á los dos amigos. Pero ¿qué tienes hoy que estás batallador? preguntó Basilio. Nada, no lo , pero ese hombre me da horror, miedo casi. Te estaba tocando con el codo; ¿no sabes que á ese le llaman el cardenal Moreno? ¿Cardenal Moreno?

La sombra pareció registrar sus bolsillos, despues se encorvó para adaptar la hoja de una azada al estremo de un grueso baston: Basilio creyó distinguir con gran sorpresa suya algo de los contornos del joyero Simoun. Era el mismo en efecto. El joyero cavaba la tierra, y de cuando en cuando la lámpara le iluminaba el rostro: no tenía los anteojos azules que tanto le desfiguraban.

Pero y sus heridas ¿de dónde provenían? ¿Había intentado suicidarse? ¿eran efecto de venganzas personales? ¿eran sencillamente causadas por una imprudencia, como pretendía Simoun? ¿Las había recibido huyendo de la fuerza que le perseguía? Esta última conjetura era la que se le presentaba con más visos de probabilidad.

Simoun no le pudo disuadir; el comerciante no quería cuadros al óleo, no vaya alguno á atribuirlos á artistas filipinos... ¡él, sostener á artistas filipinos, nunca! en ello le iba la paz y acaso la vida, ¡y él sabía como hay que bogar en Filipinas!

Quiroga dió las gracias muy agradecido, pero pronto volvió á sus lamentaciones, hablaba de los brazaletes y repetía: ¡Sigalela tiene más biligüensa! Carambas, decía Simoun mirando de reojo al chino como para estudiarle; precisamente necesitaba dinero y creía que usted me podía pagar. Pero todo tiene su arreglo, no quiero que usted quiebre por tan poca cosa.

Díjose que si el General riñó con la condesa, si ésta pasaba su vida en las quintas de placer, si S. E. estaba aburrido, si el consul francés, si hubo regalos, etc., etc., y danzaron muchos nombres, el del chino Quiroga, el de Simoun y hasta los de muchas actrices.

Le había acompañado en un viaje y por cierto que Simoun se había mostrado muy amable con él contándole la vida que se lleva en las Universidades de los paises libres: ¡qué diferencia! Plácido le siguió al joyero. ¡Señor Simoun, señor Simoun! dijo. El joyero en aquel momento se disponía á subir en un coche. Así que conoció á Plácido, se detuvo.

El P. Irene, prosiguió Makaraig, me ha enterado de todo lo que ha pasado en Los Baños. Parece que estuvieron discutiendo lo menos una semana, él sosteniendo y defendiendo nuestra causa contra todos, contra el P. Sibyla, el P. Hernandez, el P. Salví, el General, el segundo Cabo, el joyero Simoun...