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Pasaban ante el luminoso redondel como una nube de proyectiles negros. Al agotarse la provisión, los comisionistas musculosos y los pastores de las praderas cogieron las sillas y las mesas de la cubierta, y todo comenzó a pasar sobre la borda, cayendo en el agua con ruidoso chapoteo.

Hiciéronle atravesar un ancho corredor dado de cal, con alto zócalo de azulejos, y entró en un cuarto espacioso, donde todo el mueblaje consistía en un par de docenas de sillas de Vitoria, y en uno de cuyos muros se veía una estatuilla de la Virgen de Lourdes con las manos cruzadas sobre el pecho, túnica blanca y faja azul.

Pero no quiero irme sin darte una limosna y un consejo. La limosna en esta. Toma, para ayuda de un panecillo». Alargó la mano ofreciéndole dos duros, y viendo que el otro no los tomaba, púsolos sobre una de las sillas. «El consejo allá va. no vales absolutamente para nada. No sabes ningún oficio, ni siquiera el de peón, porque eres haragán y no te gusta cargar pesos.

Basta dijo ella al cabo de algunos minutos. Ya tenemos bastantes flores. Ahora sólo falta ponerlas en los jarrones. Y con Delaberge se encaminó hacia un emparrado, bajo el cual había algunas sillas de junco y una mesa; encima de ésta lucían sus brillantes colores dos pequeños jarrones llenos de agua. Entonces comenzó el delicadísimo trabajo de arreglar los ramos.

Enfrente de la mesa, un banco conventual y tres sillas desvencijadas, para los clientes que esperaban audiencia. Las paredes blanqueadas con cal, el piso ladrillado y sucio. ¡Qué falta hacían allí unas escupideras! Tenía mejor aspecto el gabinete de Castro Pérez. Paredes, piso y techo iguales a los de la otra pieza.

Era una pieza lujosa y artísticamente decorada; las paredes forradas con cortinas de raso azul oscuro, prendidas al techo por anillos que corrían por una barra de bronce; sillas y butacas de diversas formas y gustos; una mesa-escritorio de nogal con adornos de hierro forjado; al lado una taquilla con algunos libros, hasta dos docenas aproximadamente.

Juan Pablo y Feijoo pertenecían a esta categoría; pero el segundo no se sentaba nunca en el diván, porque le daba calor la pana, sino en una de las sillas de fuera, tomando café en un ángulo de la mesa y volviendo la espalda a los individuos de la mesa inmediata. En cambio, D. Basilio Andrés de la Caña, que era vulgo, se sentaba siempre en el diván.

El público, en cuanto cayó en la cuenta de que se trataba de ponerse en relación con la Divinidad, dejó de hacer ruido con las sillas y los cuchicheos, se recogió todo lo que pudo y oyó en silencio, como dando a entender que él no sólo comprendía la sublimidad de los misterios dogmáticos, sino también la misteriosa relación de la música con lo suprasensible.

En los balcones, en las ventanas y en las puertas de las casas, las personas de más edad y fuste estaban sentadas en sillas. Las jóvenes se paseaban o se paraban a contemplar las tiendas de mercaderes ambulantes que se extendían por la plaza y por dos o tres calles de las que en la plaza desembocan. Las tiendas a las que se agolpaba más gente eran las de juguetes y muñecos.

No se veían sino dijes y prendas graciosas abandonadas sobre sillas y mesas; sombrillas largas, de seda, muy recamadas de cordoncillo de oro; cabás y estuches de labor, ya de cuero de Rusia, ya de paja con moños y borlas de estambre; aquí un chal de encaje, allí un pañuelo de batista; acá un ramo de flores que agoniza exhalando su esencia más deliciosa; acullá un velito de moteado tul, y encima las horquillas que sirven para prenderle.... El grupo de españolas, capitaneado por Lola Amézaga, que era muy resuelta, tenía cierta independencia e intimidad, bien distinta de la reserva secatona de las inglesas: y aún entre ambos bandos se advertía disimulada hostilidad y recíproco desdén.