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A sus ojos asomaron las lágrimas. «No interprete usted mis lágrimas como una concesión dijo a Isidora . Lloro por el recuerdo de mi querida hija. En cuanto al parecido...». Volvió a observarla tan fijamente, que Isidora, al sentirse acariciada por aquel mirar profundo, se estremeció de esperanza.

Gritaba Cervantes pidiendo a voces socorro, y en sus brazos sostenía a doña Guiomar, y se teñía en su sangre, y entre sus brazos doña Guiomar se le moría; y empezaba a sentirse en la casa movimiento de gentes que a las desaforadas y desesperadas voces de Cervantes parecían acudir, y ni en salvarse pensaba Cervantes, ni en otra cosa que en reanimar con su aliento a doña Guiomar, que no era ya en sus brazos más que un cuerpo difunto.

Siempre le vimos como pariente nuestro, como individuo de la familia, igual a , igual a mis tías; pero el honrado viejo nunca quiso aceptar tales distinciones; nunca accedió a nivelarse con aquellos que consideraba sus amos. ¡Aquí estoy bien, Rodolfo! me contestaba, aquí estoy bien. Y sin sentirse humillado, sin desdeñar lo que tanto merecía, se quedaba en el sitio acostumbrado.

Algo molestada por las miradas asestadas sobre ella, se lanzó ágilmente al encuentro de las olas, en tanto que Juana y Alicia, sin apresurarse, disfrutaban del placer, como todos los días, de sentirse admiradas en sus elegantes trajes de baño.

Pero nuestra valiente española, curada de melindres, no pestañeó siquiera: con el mismo paso menudo y vacilante de quien pisa pocas veces el polvo de la calle, continuó su carrera triunfal. Porque lo era a no dudarlo. Nadie podía mirarla sin sentirse poseído de admiración, más aún que por su lujoso arreo, por la belleza severa de su rostro y la gallardía de la figura.

Todo debía estar preparado para recibirles dignamente. Corría el mes de mayo. Empezaba a sentirse el calor.

Estas ideas, que quizás procedían de un fenómeno espasmódico, la confortaron; pero al salir volvió a sentirse acometida del miedo. ¡Si por acaso el enemigo se le aparecía...! Porque Mauricia le había dicho que rondaba, que rondaba, que rondaba... ¡Aquí de la Virgen! Pero ¡qué cosas! ¡Si María Santísima protegía ahora al enemigo!

Usted lo que tiene, niña, es que está enferma, y yo de qué enfermedad. Un abuelo suyo había sido gran hechicero cuando los indios acampaban aún sobre esta tierra como dueños únicos. Los jefes de las tribus le hacían llamar al sentirse enfermos. Su padre heredó este tesoro de ciencia, pero por desgracia, sólo le había transmitido á ella una ínfima parte.

Desde el día en que le hizo aquella horrible proposición, que no podía recordar sin sentirse inflamado de cólera, comprendió que no sería dueño jamás del corazón de María. Una voz secreta e implacable se lo estaba diciendo sin cesar al oído. Así que no le causó gran sorpresa la carta en que se le notificaba la entrada en el convento. Hacía ya algún tiempo que corría este rumor en la población.

Cuando la pérdida es insignificante, y solo ha trascurrido el tiempo necesario para desplegar la accion de los órganos ó miembros, no hay sufrimiento todavía, y hasta puede sentirse placer; mas bien pronto la pérdida se hace sensible, y el cansancio empieza.