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Su madre le quería más desde que le veía entregado a los negocios. Su hijo ya no era un dependiente de comercio; era un bolsista, y esto siempre proporciona mayor consideración social. Además, sus ganancias eran un motivo de esperanza para la viuda, que aunque veía satisfechas todas sus necesidades en el presente, no dejaba de sentirse preocupada por el porvenir.

Siguió festejando con la misma asiduidad, quizá con alguna más, a la heredera de Estrada-Rosa, pero no podía hablar a la señora de Quiñones sin sentirse turbado; las miradas que se dirigían eran largas, intencionadas; sus apretones de manos vivos, impregnados de cariño. Ambos disimulaban delante de Fernanda como si fuese ya la esposa ultrajada. ¡Y aún no se habían dicho una palabra de amor!

Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me descuido, ya no das pie con bola». Fortunata empezaba a sentirse mal.

En otras circunstancias doña Clara se hubiera negado á recibir al tío Manolillo; pero el tío Manolillo era una persona allegada á la comedianta Dorotea, á aquella mujer que la hacía probar la amargura mayor que puede probar una mujer: sentirse herida en su amor, en su orgullo, en su dignidad; doña Clara, pues, mandó que introdujesen al tío Manolillo.

Por más esfuerzos que todos, hasta el mismo Gonzalo, hacían por mostrarse despreocupados, cerníase sobre la mesa una nube negra que obscurecía los semblantes. Después que tomaron el café y descansaron un rato, Gonzalo dijo:. Tío, usted ha salido de la cama para venir aquí. No debe usted sentirse bien... ¿Quiere que se le arregle un cuarto? Creo que le convendría acostarse.

Llegó a sentirse tan fatigada, que cuando el mayor, que también se llamaba Pedro Minio, le manifestó el deseo de irse a Cuba, no tuvo fuerzas para contrariarle. El otro se quería casar con una mujer de malos antecedentes. Nueva batalla de la madre, que empleó, para evitarlo, cuantos recursos le permitían su conocimiento del mundo y su alta posición.

Doña Mencía, no obstante, hubo de entrever algo del caso y de sentirse lastimada y avergonzada de andar en lenguas de sus vasallos, y de ver que empezaba a perderse la inmaculada reputación que ella tan justamente había adquirido en veinte años de la vida más ejemplar y de las más severas costumbres.

Su admirable cuerpo se modeló como una estatua viva bajo la colcha de seda, mientras él conservando en la mano el lápiz y el papel, dijo con profunda amargura, sin sentirse atraído por el cariño y la belleza: Estamos perdidos: ¡hay que quitar el coche! Damián y su mujer Casilda, él de cuarenta y cinco, y ella de algunos menos, tenían en el barrio fama de ricos, y sobre todo de roñosos.

El marino empezó á sentirse inquieto en esta soledad que le parecía hostil, mirando fijamente el retrato del kaiser... ¡Y él que no llevaba armas! Volvió á presentarse la sonriente mujer con el mismo deslizamiento silencioso. Pase usted, don Ulises. Había abierto una puerta, y Ferragut, al avanzar, sintió que esta puerta se cerraba á sus espaldas.

Lo accesible para ella era la idea primera: morirse, desprenderse de las lacerias de este mundo, y sentirse luego persona idéntica a la persona viva, gozando todo lo que hay que gozar y amando y siendo amada con arrobamientos que no se acaban nunca.