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Allí, en una mesa, cerca de otra, donde un grupo de trasnochadores hacía su colación alegremente, nos sentamos los dos, y luego que él saludó con complacencia y gran dignidad a los turbulentos vecinos, diciéndome, mientras movía la cabeza y sonreía: "son los muchachos de los diarios, ¿sabe?, los noticieros de la Patria Argentina , La Nación, La Prensa, que vienen a conspirar contra los directores porque no les aumentan el sueldo", nos pusimos a comer.

Barquillos cuscurrosos, confituras rusas, mantelería adamascada, cucharas y cuchillos de mango de cuerno... y, por arriba de todo eso, un fino vapor azulado que se escapa del aparato del café y que da al conjunto cierto tono más íntimo. Nos sentamos y bebimos. El viejo se holgaba extraordinariamente; la baronesa se sonreía con expresión resignada, y Yolanda me hacía ojitos.

Nos sentamos, y hubo un momento de embarazoso silencio. Esperaba un esclarecimiento inmediato de mi situación definitiva; viendo que era diferido, presumí que no sería de una naturaleza agradable, y esta presunción me era confirmada por las miradas de discreta compasión con que me honraba furtivamente la señora Laubepin.

Hemos almorzado en una fonda de la Plaza por trece francos, visitamos las fuentes, las más ricas del mundo en juegos de aguas, oimos la música militar cerca del estanque que está en último término, nos sentamos haciendo parte de la sociedad elegantísima que inunda esta esplanada; Vernet me llama y me reconcilia con ella; volvimos luego, tomamos el ómnibus, ya divisamos las torres de Paris: á las seis de la tarde nos apeamos enfrente del palacio de la Industria.

Nos sentamos en el ángulo de la izquierda, casi tocando la ventana que da vistas al paseo del Palacio Real. Dirigimos una mirada diplomática á los paseantes, á las glorietas, á las flores, á las fuentes, y en aquel momento nos creiamos duques ó grandes de España. ¡Sólo que el bolsillo estaba asustado!

Me invitó a acompañarle, lo cual acepté con gusto, tanto por enterarle de mi negocio cuanto por dar aquel grato paseo. El coche en que montamos era un faetón tirado por cuatro caballos tordos enjaezados a la calesera. Don Jenaro y yo nos sentamos delante, y éste empuñó las riendas. Dos criados venían sentados detrás.

Seguimos la señora Adela y yo a lo largo de la calle, y nos detuvimos a la puerta de uno de esos cafetines, asilos de tahúres y vagos, cuya puerta se cierra a la hora prescrita en los bandos, pero que se abre durante toda la noche a todo el que llega. Llamé, abrieron, y la señora Adela y yo entramos. Nos sentamos junto a una mesa, y la trapera pidió aguardiente.

Sentáronse a comer; en cabecera el demandador, diciendo: «La Iglesia en mejor lugar; siéntese, padre». Echó la bendición mi tío y, como estaba hecho a santiguar espaldas, parecían más amagos de azotes que de cruces. Y los demás nos sentamos sin orden. No quiero decir lo que comimos; sólo que eran todas cosas para beber. Sorbióse el corchete tres de puro tinto.

Los fiambres no bastan á un estómago débil como el mio, especialmente cuando está acostumbrado á otro método; el método de una mujer inteligente, cuidadosa y que debe quererme algo, segun las muestras. Salimos á la calle con el fin de probar fortuna. No anduvimos más. Nos sentamos en una mesa del rincon, y á los pocos minutos teniamos dos platos delante y una botella de vino Macon.

Quiso Tucker aprovechar la distracción de nuestra hilaridad para escaparse del ataúd e irse. Muy a tiempo nos percatamos de su pérfido intento mi mujer y yo. Y lo tendimos en el cajón, a la fuerza... Y nos sentamos arriba de la tapa para que no pudiera levantarla... Nanela gritó: ¡Sepulturero, sepulturero, aquí hay un muerto que quiere escaparse!...