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Experimentaba la misma impresión que si hubiera caído en un planeta nuevo. Acostumbrado a la monótona vida del Seminario y a la existencia nómada de aquella guerra montaraz y sin gloria, le asombraban el progreso material, los refinamientos de la civilización, la cultura y el bienestar de las gentes en la tierra francesa.

El barrio de San Sulpicio, con sus calles tranquilas y silenciosas a la española y sus beatas de velo negro que pasan rozando los muros del Seminario, atraídas por el toque de las campanas, fue para el seminarista español lo que el camino de Damasco para el apóstol. El catolicismo francés, culto, razonador y respetuoso con los progresos humanos, aturdió a Gabriel.

A las primeras explicaciones, Cabesang Andang las tomó por añagaza, se sonrió y estuvo apaciguando á su hijo, recordándole los sacrificios, las privaciones, etc., y habló del hijo de Capitana Simona que, por haber entrado en el Seminario, se daba en el pueblo aires de obispo: Capitana Simona se consideraba ya como Madre de Dios, claro, ¡su hijo va á ser otro Jesucristo!

Denegación muda. De modo que yo soy quien tengo que hacerlo todo. Discurramos con calma. Que Angustias es la raptada, no me cabe duda. que al pícaro don Pedrito le gustaba la niña, que se veían a menudo en vacaciones, y hasta que le escribía desde el Seminario; pero, la verdad, no creí que iba a perder el sentido hasta ese punto. ¡Cosas de chicos! ¿Quién les pudo ayudar en la fuga?

Y le volvió la espalda, sin decir una palabra más. Arturo, furioso, fuera de , sin saber qué hacerse, corrió a casa de Judit, la acompañó a las Tullerías, la presentó como su amante a los ojos de todo París, en vísperas de entrar en el Seminario. Esta vez no pudo menos de obtener el resultado que esperaba.

No tengo tomadas más que las órdenes menores... Verá usted: cuando entré en el seminario fue con la intención de seguir la carrera lata; pero se murió mi padre hace cosa de seis meses, y no he aprobado más que un año de teología.

Febrer bromeó sobre su próxima ida al Seminario. Pensaba hacerle un regalo, pero un regalo extraordinario, como él no podía imaginárselo, y al lado del cual nada valdría el cuchillo. Sus ojos, al decir esto, miraban la escopeta colgada del muro.

Julián pertenecía a la falange de los pacatos, que tienen la virtud espantadiza, con repulgos de monja y pudores de doncella intacta. No habiéndose descosido jamás de las faldas de su madre sino para asistir a cátedra en el Seminario, sabía de la vida lo que enseñan los libros piadosos. Los demás seminaristas le llamaban San Julián, añadiendo que sólo le faltaba la palomita en la mano.

Tenía varios espías, verdaderos esbirros de sotana. El más activo, perspicaz y disimulado, era el segundo organista de la Catedral, que ya había sido delator en el seminario. Entonces iba al paraíso del teatro a sorprender a los aprendices de cura aficionados a Talía o quien fuese. Era un presbítero joven, chato, favorito de la madre del Provisor doña Paula. Se apellidaba Campillo.

En el Seminario se murmuraba que era muy galanteador y que se introducía siempre entre la muchedumbre y en lugares muy concurridos, por disfrutar de apreturas con las mujeres. Su voz era como el estridor de un cuchillo contra un plato. Yo no podía oírle sin sentir dentera y malestar de estómago.