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En cada una de las crestas que la brisa levantaba en el agua, los rayos del astro depositaban una luz fugitiva y viva, que al mezclarse y confundirse con las demás en cabrilleo incesante semejaba la ebullición monstruosa y fantástica de los tesoros ocultos en el fondo del océano.

Rechinaban los goznes de las puertas; de las cuadras salían pausadamente las mulas, dirigiéndose solas al abrevadero, y el establecimiento, que poco antes semejaba una mansión fúnebre alumbrada por la claridad infernal de los hornos, se animaba moviendo sus miles de brazos.

Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha de estambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de su papá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labios colgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcaban sus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba a su rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en las doncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de las ilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ninguna de estas cosas se advirtiesen en ella.

La hermosa zagala, sin comprender lo que debía al rango de aquella familia esclarecida con que el cielo inesperadamente la había dotado, se aferraba en acordarse de los rudos labradores que la habían criado y en amarlos. Es más, en vez de sentirse lisonjeada con su nueva posición, semejaba despreciarla.

Despues de su negocio relatado, Procura de volverse muy gozoso. Un pueblo en el camino hubo poblado, Por extender su fama deseoso, Santa Cruz de la Sierra le nombraba, Que el sitio al de su tierra semejaba. A Cabeza de Vaca ya volviendo, Lleváronle á Castilla aherrojado.

El frío de la mañana los penetraba también como a su dueño; yacían silenciosos y melancólicos, esperando, sin duda, que los rayos del sol mostraran su belleza y esplendor. Sólo en tal sitio que otro, al caer la luz sobre el barniz, producía un blanco reflejo que semejaba al ojo vidrioso y opaco de un moribundo.

Uno de sus hundidos ojuelos verdes relucía felinamente; el otro, inmóvil y cubierto con gruesa nube blanca, semejaba hecho de cristal cuajado. Abriendo Barbacana el cajón de su pupitre, sacaba de él dos enormes pistolas de arzón, prehistóricas sin duda, y las reconocía para cerciorarse de que estaban cargadas. Mirando al aparecido fijamente, pareció ofrecérselas con leve enarcamiento de cejas.

Claro que no le dije una palabra del asunto que a Sevilla me trajo. Venía sólo a dar una vuelta por Andalucía y a conocer unos parientes que tenía en Sanlúcar. Semejaba interesarse en todo lo que me atañía, de un modo tan vivo que me causaba sorpresa y alguna inquietud. En suma, era como el dulce de piña, que al principio gusta mucho, y cansa pronto. Deseaba ya dejarla, pero no era empresa fácil.

Por ausencia de Martinán estaba una noche Quino ayudando á Eladia en el despacho. Detrás del mostrador desatando los pellejos de vino y escanciando y cobrando semejaba ya el asociado afortunado del afortunado Martinán. La taberna estaba llena de paisanos y mineros.

Tenía la otra, en cambio, negros cabellos cuya doble trenza servía de orla al ovalado rostro; con sus ojos brillantes, sus labios purpurinos y sus vivos y resueltos ademanes, semejaba una de aquellas doncellas doradas por el sol del Mediodía, a las cuales reunía Bocaccio en la villa Palmieri para leerles los alegres cuentos de su Decamerón.