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Una vez que lo tuvo puesto y que estuvo calzado con sus zapatos, Jacobo apareció diferente de como estaba con la librea de presidiario; su estatura resultó más alta y sus hombros más anchos. Ya no parecía encorvado bajo el peso de su infamia, pero el semblante cetrino del penado podía aún denunciarle.

Era buen mozo; moreno, esbelto, de mirada profunda, semblante serio, maneras graves, movimientos pausados, como quien pretende aumentar la dignidad de su persona; vestía rica pero sencillamente, y todo en él rebosaba orgullo, mejor dicho, soberbia, y una extremada satisfacción de mismo; era, en fin, uno de estos seres que jamás descuidan su papel, y que con su aspecto van diciendo por todas partes: «soy un grande hombre».

Dijo que don Raimundo acababa de salir, que había exhibido el pagaré de treinta mil nacionales, y que ella, con sus propios ojos, que comería la tierra, había visto al pie de su firma, la firma de Esteven... Miró a Quilito, y en su turbación y en su semblante demudado leyó la verdad, la comprobación de su sospecha. ¿Qué has hecho? ¿qué has hecho? volvió a decir con angustia.

Brillaba, relucía la mirada del joven, fija en Dorotea; su semblante tenía esa dulce seriedad del sentimiento que sólo modifica á veces una indicación de sonrisa, sensual, característica, que parece decir á una mujer ó á un hombre: no vivo, no siento más que para ti.

Fué de semblante áspero, de corazon ardiente, y diligentísimo en ejecutar lo que determinaba, magnífico, liberal, y esto le hizo General, y cabeza de nuestra gente; pues con las dadivas grangeó amigos que le pusieron en este puesto, que fué uno de los mayores, fuera de ser Emperador, ó Rey, que hubo en aquellos tiempos.

Seguido de algunos pocos soldados, con marcha presta Hernando de Magallanes, siguiendo angosta vereda, adelanta sin recelo, ni cuidar de que la senda se prolonga entre dos vallas de impenetrables malezas, cuando una lanza traidora salida de entre las breñas, rápida, pujante, aguda como acerada saeta, sin que su poder resista la coraza milanesa, de peto, espaldar y entrañas desmiente la fortaleza, y del pecho del caudillo lanza el alma gigantesca; veda el color al semblante la savia de sus arterias apareciendo en las armas el carmín que al rostro niega; cae el acero de sus manos, alza una mirada inmensa al cielo, ruge, desmaya, y, cual coloso de piedra, cuando a plomo se derrumba hace trepidar la tierra....

Ciertamente; vuestra hermosura, y un no qué inexplicable que existe en vos, que me obligó á amaros desde el momento en que os vi, tuvo la culpa de que yo, no conociéndoos bien, os haya engañado. ¡Ah, me habéis engañado!... Y de una manera grave. ¿Pero en qué? ¿Cómo? Soy casado. ¿Y eso qué importa? dijo la Dorotea, cuyo semblante no se alteró.

Y en efecto, en aquella ocasión me había causado sorpresa la intensa tristeza que expresaba el semblante del ilustre marino, como si presagiara su doloroso y cercano fin.

Venía de un baile; traía en los vestidos como un olor de lujo, de los ramilletes de las mujeres y del placer, y en su semblante, un poco plegado por la vigilia, llevaba resplandores de fiesta y cierta palidez, cierta emoción que le prestaba una elegancia infinitamente seductora.

No os comprendo, y quisiera comprenderos; hay algo en vuestros ojos, en vuestro semblante, en vuestra sonrisa, en vuestras palabras, que me espanta. Encuentro en vos no qué calma fría, horrible. , el resultado de una decisión irrevocable. Pero explicáos. ¿No os inspiro yo confianza?