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Ha de saber el Poeta la Política, la Económica, la Historia sagrada y profana. Ha de saber evitar la frialdad en las agudezas: ha de ser entendido en las lenguas: ha de saber las reglas de la Fábula y de la invencion. Ha de conocer la fuerza de las Figuras, y en especial de las Traslaciones.

Además, escribía artículos para un semanario social, a razón de diez céntimos la cuartilla, que luego firmaba el director, dando así práctico ejemplo de que la propiedad no es sagrada, ni mucho menos.

Cuanto más débil era a los ojos del mundo la palabra que la unía a aquel hombre, tanto más fuerte debía ser para su conciencia; puesto que faltaba a esa unión la sanción social y sagrada, más fuerte tenía que ser la sanción moral.

Es indudable: aun prescindiendo de la virtud sagrada del sacramento, la confesión es un manantial de consuelos; es, cuando menos, un alivio. Confesar a alguien nuestra pena, nuestra humillación o nuestro pecado, es compartirlo todo con él. Pero ¿a qué semejante mío podría yo confesarme?

Allí pelearemos como buenos; y si al fin caemos vencidos, lo haremos envueltos en la sagrada bandera del progresoEsta alegoría militar, causó excelente impresión entre los vecinos, y contribuyó no poco a la entusiasta acogida que el periódico obtuvo.

; á ese carácter prodigioso faltan dos cualidades capitalísimas. ¿Cuáles son? Las siguientes; y cuidado que cuando yo censuro, tengo derecho á que se me crea, porque al tachar un vicio, siento dolor. La censura que cae de mi humilde pluma, es una flor mústia que mi alma deposita en la urna sagrada de la verdad.

Se trataba de someterse a ella como uno se somete al eterno destino, pero era necesario que no se hiciera criminal: debía reinar pura en el fondo de mi corazón puro. Y, en verdad, no me habían llamado a esa casa para labrar su desgracia. Una gran misión, una misión sagrada me esperaba.

Llevé la mano al sombrero y busqué con la vista al sacerdote portador de la sagrada forma; pero no le vi. En su lugar tropezaron mis ojos con un anciano, vestido de negro, que llevaba colgada al cuello una medalla de plata; a su lado marchaba un hombre con una campanilla en la mano y un cajoncito verde en el cual la mayoría de los transeúntes iban depositando algunas monedas.

Los ricos no son dueños de su dinero, el dinero no es suyo, para dilapidarlo, como nadie es dueño de un cuchillo para asesinar, ni del entendimiento para argumentar falsamente, ni de la fuerza para oprimir al débil, ni de la avaricia para dejar secas las entrañas del pobre. ¡Es mio! Eso no significa nada, cuando se obra contra la ley sagrada del deber.

El éxito más noble de Virginia Déjazet, el más personal, aquel que por solo hubiese bastado á perfumar, con un suave aroma de rosas viejas, toda su vida, se lo proporcionó «La Lisette de Béranger», canción de amor, canción sagrada, que todas las bocas jóvenes de París repetían de memoria.