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¡Ah! ¿Qué sabe usted de D. Diego? le pregunté, volviendo atrás. Pues qué dijo, retrocediendo , ¿no se sabe dónde está D. Diego? ¿Ha muerto? ¿Se ha extraviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿ has visto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si alguien lo recogió? No nada de tal caballo repliqué, alejándome.

Nada se sabe por lo demás acerca del gobierno y de la religion primitiva de esta nacion, cuyos rasgos fisiológicos la colocan en el rango de los Mocetenes, y por consiguiente en el ramal antisiano.

En la mañana ha recibido la visita de un amigo que viene á vivir con él no sabe por cuánto tiempo, tal vez por dos días, tal vez por dos años; un gran amigo del que no tenía noticia alguna y muchas veces ha creído muerto: el conde, el famoso conde.

Así se presentaron en Peleches al rayar las doce y media, el boticario don Adrián Pérez y su hijo Leto: el primero radiante de gozo, y el segundo no tan acoquinado como era de temerse por lo que de él se sabe.

Y ¿eso más? dijo doña Clara . Por vida del Tiniente, mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbuncos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir. Dénle, dénle la palma de la mano a la niña, y con que haga la cruz dijo la vieja , y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina.

Y no mucho... Piensas, no sin razón, que hay incompatibilidad de fortuna, y te abstienes de cuidados inútiles. Justamente respondió Francisca un poco dulcificada. Pero como todo el mundo sabe que deseo casarme, aprovechan la ocasión para colgarme una porción de historias a cual más tontas. Eso gusta a todo el mundo. Eso es precisamente lo que me indigna... ¡Ah!

Hombre, hombre... ¿Viene usted de la villa y no sabe que el gobernador pidió al Gobierno la separación del fiscal? Al parecer es cuestión de elecciones... Como yo me entero poco de política... Hace usted bien, señorito; hace usted bien; hace usted bien.

¿Por qué no se sienta usted? preguntóle doña Paula interrumpiendo su discurso. Estoy bien, señora; siga usted. Con aquella interrupción se turbó. No supo proseguir en algunos segundos. Al cabo murmuró: ¡Es una desgracia!... No sabe usted, señor Duque, lo que está pasando por en este momento. ¡Quisiera morirme! Y las lágrimas acudieron a sus ojos. Sacó el pañuelo, y ocultó el rostro con él.

Desde que apareció por primera vez en la calle de Moratines, le pusieron por apodo el Majito, y así se llamó toda su vida. Su nombre era Rafael. Decían los vecinos que todas aquellas galas habían sido de niños muertos y de despojos allegados, sabe Dios cómo, del obscuro borde de la tumba.

Ya era una gota, un punto, nada... perdiéndose en la obscuridad, ¡quién sabe hacia dónde y para qué!...