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Alli la perla del rosado Oriente, Y el oro en mil vasijas fabricado, Y el diamante y rubí mas excelente, Y la extremada purpura y brocado En medio del rigor fogoso ardiente De la encendida llama es arrojado: Despojos do pudieran los Romanos Henchir los senos y ocupar las manos. Aqui salen algunos cargados de ropa, y entran por una puerta y salen por otra.

Refugio, la querida de Juan Pablo, estaba aquel invierno muy mal de ropa, y no iba al café del Siglo, sino al de Gallo, porque le cogía cerca (la pareja moraba en la Concepción Jerónima), y además porque la sociedad modesta que frecuentaba aquel establecimiento, permitía presentarse en él de trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza. Agregábansele a Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil y adventicia, de esas que se contraen por vecindad de casa o de mesa de café. Eran un portero de la Academia de la Historia con su esposa, y un cobrador municipal de puestos del mercado, con la suya o lo que fuese. Este matrimonio solía ir los domingos acompañado de toda la familia, a saber: una abuela que había sido víctima del 2 de Mayo, y siete menores. El café se compone de dos crujías, separadas por gruesa pared y comunicadas por un arco de fábrica; mas a pesar de esta rareza de construcción, que le asemeja algo a una logia masónica, el local no tiene aspecto lúgubre. En la segunda sala, donde se instalaba Refugio, había siempre animación campechana y confianzuda, y como el espacio es allí tan reducido, toda la parroquia venía a formar una sola tertulia. En ella imperaba Refugio como en un salón elegante en el cual fuera estrella de la moda, Dábase mucho lustre, tomando aires de señora, alardeando de expresarse con agudeza y de decir gracias que los demás estaban en la obligación de reír. Poníase siempre en un ángulo, que tenía, por la disposición del local, honores de presidencia. Cuando Maxi iba, su cuñada le hacía sentar a su lado, y le mimaba y atendía mucho, con sentimientos compasivos y de protección familiar, permitiéndose también tutearle y darle consejos higiénicos.

Yo no creo que esa prosperidad traiga á este valle dicha ninguna. El ejemplo de Langreo, que tenemos bien cerca, me lo confirma. Los hombres trabajarán más que antes y no á luz del día y respirando la gracia de Dios como ahora, sino metidos en negros, inmundos agujeros. Las mujeres lavarán más ropa sucia, cuidarán más enfermos, quedarán viudas primero.

Algunas mujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinando fuera de las puertas, como si dijéramos, en medio de la calle. «Van ustedes perdidos» nos dijo una que tenía en brazos un muchachón forrado en bayetas amarillas. Buscamos la casa de D. Francisco Bringas. ¿Bringas?... ya, ya dijo una anciana que estaba sentada junto a la gran reja . Aquí cerca.

Desde los pechos de su madre solo aprendió deberes. ¡Su ciencia se reduce & obedecer y llorar! Aquel desgraciado ser que prepara el gogo, es posible que muera sin haber podido pagar con una vida de trabajos el rédito de ocho ó diez pesos dados á su madre. La ropa que usará mientras esté bajo el dominio de su señora serán los últimos harapos de la casa, dados por supuesto, con su cuenta y razón.

Las partes de por medio suelen quedarse en el pueblo y se les conoce porque les coge el invierno con ropa de verano, muy ajustada por lo general.

Se le llamaba «el cuarto de la plancha», porque, en efecto, allí se planchaba la ropa de la casa. Las paredes que no ocupaban los armarios estaban pintadas lisamente de blanco. Carmen entró como un huracán por la puerta gritando: ¡Señorita Marta, señorita Marta! ¿Qué sucede? preguntó ésta con sobresalto. ¡Que el Menino se ha escapado, señorita!

Y, dejando la ropa que lavaba a otra compañera, sin tocarse ni calzarse, que estaba en piernas y desgreñada, saltó delante de la cabalgadura del paje, y dijo: -Venga vuesa merced, que a la entrada del pueblo está nuestra casa, y mi madre en ella, con harta pena por no haber sabido muchos días ha de mi señor padre.

La cocinilla no estaba desprovista de pucheros, cacerolas, botellas, ni tampoco de víveres. En el centro de la habitación, vio Benina un bulto negro, algo como un lío de ropa, o un costal abandonado. A la escasa luz que entraba después de cerrada la puerta, pudo observar que aquel bulto tenía vida. Por el tacto, más que por la vista, comprendió que era una persona.

Vi y noté la ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda el armada turquesca, porque todos los leventes y jenízaros que en ella venían tuvieron por cierto que les habían de embestir dentro del mesmo puerto, y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habían cobrado a nuestra armada.