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Los marineros rojos habían muerto hacía muchos siglos; el dragón había muerto también; el tesoro debía estar aún en Formentera. ¡Ay, quién pudiese encontrarlo!... Y el rústico auditorio temblaba de emoción, sin dudar de la existencia de tales riquezas, por el respeto que le inspiraba la vejez del narrador. ¡Plácidas veladas aquéllas, que ya no se repetirían para Febrer!

Pude decirle a mi vez que mi sangre corre ahora confundida en sus hijos con la de Facundo, y no se han repelido sus corpúsculos rojos, porque eran afines.

Hay tanta mayor risa, cuanto mayor es el cansancio. Es un aturdimiento de regocijada fatiga; las escopetas arrinconadas, las grandes botas tiradas y revueltas, los morrales vacíos y junto a ellos plumajes rojos, áureos, verdes, plateados, todos con manchas de sangre.

Sobre sus tumbas crecieron espontáneamente, como en almacigo, iris blancos y lises rojos. ¡Inexplicable caso, porque estas dos especies vegetales nunca, ni antes ni después, pertenecieron a la flora silvestre de la comarca!... Terminada la lectura, Aristarco se agarraba el vientre, como para no reventar de risa... ¡Bien, muchacho, bien! exclamó.

No era de los que pescan milagrosamente un acta en el oleaje de la política y no repiten la suerte, quedando adheridos por toda la vida a los divanes del salón de Conferencias, tristes, con la nostalgia de la perdida grandeza, siendo los primeros todas las tardes a entrar en el Congreso para conservar su carácter de exdiputados, deseando con vehemencia que vuelvan los suyos para sentarse otra vez allá dentro en los escaños rojos.

Es singular; no os demostraba, sin embargo, mucho cariño; hasta creía que os odiaba, y sin embargo, en el momento de perderos, demuestra por vos un cariño extraordinario. Su cabeza está perdida; no sabe lo que dice ni lo que hace. Se abrió la puerta de la sala y apareció el intendente en el corredor; estaba colorado, y tenía los ojos rojos de cólera.

Las más distinguidas señoritas, que en el Espolón y el Paseo Grande lucían todo el año vestidos de colores alegres, blancos, rojos, azules, no llevaban al coliseo de la Plaza del Pan más que gris y negro y matices infinitos del castaño, a no ser en los días de gran etiqueta.

De este modo vio Ojeda cómo se movía su amigo en el salón con aire de autoridad, cual si fuese el héroe de aquella fiesta, abriéndose paso entre las sillas para ir en busca de las artistas, inclinándose ante ellas con su «saludo de tacones rojos», dándolas el brazo para conducirlas al estrado y quedándose junto a la pianista o la cantante, al cuidado de sus papeles, e iniciando las salvas de aplausos.

Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse ante su gesto. A ver: siga usted, señor Goicochea, dijo el doctor. Piense usted que ella tiene sus guiris, sus ches de pantalones rojos, prontos á disparar el fusil como en otros tiempos.

Trabajaba, cortaba los árboles, cogía naranjas y arrancaba las ramas de los granados cuyos rojos frutos se abrían al sol. Por la mañana, corría con la escopeta al hombro para matar algunos zorzales o papafigos; por la noche, leía con su madre, que fue su profesor y la nodriza de su espíritu.