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Mariano, el Tato y un pertiguero que también vivía en el claustro eran los que con más frecuencia encontraba Gabriel sentados en las desvencijadas silletas del zapatero, tan bajas, que podían tocar con las manos el suelo de ladrillos rojos y polvorientos.

Un enorme globo de cristal pendiente del plafón, proyectaba una claridad viva y pura sobre un rico tapiz turco, de un azul brillante, en el que se veían bordados hermosos pájaros rojos que desplegaban sus alas doradas, y tenían entre sus patas de plata largas serpientes de escamas verdes como esmeraldas; un diván de raso obscuro, daba la vuelta a toda la pieza.

En el fondo, entre los líquenes verdes y las piedrecitas de colores, aparecían rojos erizos de mar cuyos tentáculos blandos se contraían al tocarlos. En la superficie flotaba un trozo de hierba marina, que al macerarse en el agua, quedaba como un ramito de filamentos plateados, una pluma de gaviota o un trozo de corcho.

Nadie desprende con más cuidado el fruto y lo coloca con delicadeza en su delantal, ni distingue con más fina perspicacia la reineta del repínaldo, el balsaín de la balvona, ni sabe cantar mientras trabaja coplas más divertidas, ni retoza con tanta gracia, ni ríe de mejor gana, ni muestra al reir unos labios más rojos, unos dientes más blancos.

En uno de esos movimientos, en el momento en que abría los ojos y cerraba la boca, se fijó en la larga fila de cartapacios rojos, colocados órdenadamente en el magnífico estante de kamagon: al dorso de cada uno se leía en grandes letras: PROYECTOS.

Brillantes, grandes hasta como garbanzos centelleaban arrojando chispas de movilidad fascinadora como si fuesen á liquidarse ó á arder consumidos en las reverberaciones del espectro; esmeraldas del Perú, de diferentes formas y tallado, rubíes de la India, rojos como gotas de sangre, zafiros de Ceylan, azules y blancos, turquesas de Persia, perlas de nacarado oriente, de las cuales algunas, rosadas, plomizas y negras.

Hermanos les dijo dulcemente mostrándoles al gitano , ese pecador empedernido es bien digno de lástima; impedidle que se condene por anticipado pronunciando tan horribles blasfemias. ¡Amordazadle, hijos míos! y que Dios tenga compasión de él. Dicho esto se fue, y los gallegos amordazaron al gitano, cuyos ojos se volvieron rojos y brillantes como dos brasas encendidas.

Los peldaños eran de ladrillos rojos y gastados, y las paredes, pintadas de blanco, estaban cubiertas en todas sus revueltas de grotescos dibujos y enrevesadas inscripciones de las gentes que subían a la torre atraídas por la fama de la Campana Gorda. Gabriel ascendía lentamente, jadeando y deteniéndose en cada tramo. Estoy malo, Esteban... muy malo. Este fuelle hace aire por todas partes.

Aquí los tenéis cayendo del cielo como los buitres. ¡A , los hombres rojos, a mi! ¡Acabemos con esta raza de perros! ¡Ah, ah! ¿Eres , Minau; eres , Rochart?... Y nombraba a los muertos del Donon con sangrientas burlas, desafiándolos como si estuviesen presentes; después retrocedía paso a paso, golpeando en el aire, lanzando imprecaciones, llamando a los suyos, forcejeando como en una refriega.

Entonces, teniendo la certeza de que nunca podría aplacar a Ti-Chin-Fú, pasé toda la noche en mi cuarto del Loreto, donde, como en otro tiempo, las velas que ardían en los bruñidos candelabros de plata daban a los rojos damascos tonos de sangre fresca, medité despojarme, como de un adorno de pecado, de aquellos millones sobrenaturales.