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Porque me va en ello la piel, y, sobre todo, la vuestra, sobrinos míos. ¿Qué temes? Esa es tierra de salvajes, Hans. Ahora seguramente no hay nadie en la playa; pero de un momento a otro puede cubrirse de australianos. ¿Odian quizás a los hombres blancos? No distinguen de razas: blancos, negros, amarillos, rojos o aceitunados, todos son manjares apetecibles para ellos.

En cuanto a los hombres rojos, eran de gran estatura, piel rojiza y «cabellera no espesa, pero larga hasta los hombros»; rasgos que hicieron pensar a muchos si los hermanos Almagrurinos habrían llegado a tocar efectivamente en alguna isla oriental de América.

Doña Manolita notaba, cuando iba a verla, que tenía los ojos fatigados y rojos de llorar. A veces, doña Luz no podía reprimir el llanto, y en presencia de doña Manolita lloraba. Durante algún tiempo, la tristeza de doña Luz había sido sombría, reconcentrada y feroz. Su amiga íntima no se había atrevido a preguntarle la menor cosa ni a quejarse de su silencio.

Cinco verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras cómo había sido derribada la intrépida bailadora. ¡La cena he dicho! repitió brutalmente don Pedro. Sin contestar, pero no sin gemir, dirigióse la muchacha hacia el rincón donde hipaba el niño, y le tomó en brazos, apretándole mucho. El angelote seguía llorando a moco y baba.

Una legión de diablillos, azules y rojos, caracoleaban por el aire como chispas de fuego. En medio del salón, expuesto a una burla general, vio al pequeño Cristo que se cubría la cara con las manos y a escondidas le hacía señas de súplica. Las monjas, para no tropezar con él mientras bailaban, se recogían el hábito y le saltaban por encima.

Entre las palmas de coco que crecían en la isla, bandadas de papagayos verdes y rojos, de loros de plumas amarillentas y cuellos negros y de pequeños pardalotes grises y dorados revoloteaban, cantando alegremente, como saludando al sol, mientras algunos bernicla jubata, feos volátiles de cuello largo y delgado, plumaje blanco y negro y patas palmípedas, buscaban cangrejos y pececillos.

Cerca del altar, sentadas en rojos sillones, estaban las señoras de la familia, y detrás los parientes y los empleados. El ara estaba adornada con hierbas del monte y flores del invernadero del hotel de los Dupont. El acre perfume de los ramos silvestres, mezclábase con el olor de carne fatigada y sudorosa que exhalaba el amontonamiento de los jornaleros.

Son blancos en los álamos y en los sauces, rojos en los granados, rubios como mis cabellos en la copa de las verdes encinas, de color violeta en las ramas de los limoneros. ¿De qué color serán dentro de seis meses? No pensemos en eso.

En el coche, la mortecina luz de la lamparilla cae sobre los cuadros, rojos, azules, negros, de una manta, resbala sobre la uniformidad parda de la pañosa castellana, se desliza, medrosa, entre las largas y argentadas hebras de la barba del anciano. Cruzamos vertiginosos ante una estación, y se oye un largo campanilleo, que se pierde rápidamente; luego aparece, desaparece un faro verde.

Los exantemas en la piel consisten casi únicamente en granos rojos, forunculáceos, y en manchas herpéticas furfuráceas. El prurito ardiente hace pensar en las molestas sensaciones que producirá una erupcion que se cree inminente. Los síntomas del ambar van acompañados generalmente de eretismo y de tension, si bien su limitacion y la astenia constituyen el fondo.