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¡Me hace usted daño! ¡Déjeme! ¡Obedece! ¡No! ¡Obedece! Lea lanzó un grito desesperado y se retorció, con las lágrimas en los ojos. ¡Oh! Me martiriza usted... ¡Cobarde! ¡Obedece, mal bicho, ó te rompo el brazo! Aquel hombre cataba espantoso de furor y el pensamiento de un asesinato aparecía en sus ojos. Lea cayó de rodillas enloquecida.

Por fin, haciendo un supremo esfuerzo, abandonó su sitial al lado de la chimenea, y con una sensación de espanto, se dirigió hacia el cofre. Al principio nada pudo distinguir en el interior, pero pocos momentos después, vió un rectángulo amarillento que yacía en el fondo. Hincóse de rodillas y con mano trémula extrajo aquel objeto.

¡Oh Ester! exclamó Arturo Dimmesdale cuyos ojos brillaron un momento, para perder el fulgor inmediatamente, á influjos del entusiasmo de aquella mujer, ¡oh Ester! estás hablando de emprender la carrera á un hombre cuyas rodillas vacilan y tiemblan. ¡Yo tengo que morir aquí!

Y aquella noche, sintiéndola entrar en su cuarto, llamola y la sentó en sus rodillas. «¿Tu mamá...?». Está en la Saleta con la marquesa replicó la niña, que hablaba con claridad y rapidez . Me dijo que me viniera para acá. La marquesa estaba llorando porque estamos a 7.

Cosme Aldaba, que era el delincuente, cayó de rodillas en la situación más cómicamente melodramática que puede verse.

Era curioso observar la lucha que dentro de aquel hombre sostenían el entendimiento y el corazón. El primero le aconsejaba no apartarse de la de Enríquez, no mirar a la condesita; el segundo le exigía adorarla de rodillas, como siempre. Una noche, y tomando café en la Británica, me dio una sorpresa. Estábamos los dos solos frente a la mesa. Notábale distraído, preocupado, pero no triste.

Cuando se decidía por una falda corta que apenas le llegaba á las rodillas, inventaba inmediatamente, á guisa de compensación, unas mangas muy largas y un cuello que subía hasta sus orejas.

Le besaba, se entretenía algunos instantes en charlar con él, y cuando le parecía que había robado demasiado tiempo al estudio de la sustancia gris, le decía empujándole hacia la puerta: Anda, chiquito, baja con tu abuelita, que yo no puedo perder un solo minuto. Dejole llegar hasta sus rodillas y le acarició distraídamente pasándole la mano por los cabellos.

Señora exclamó Isidora cayendo de rodillas a los pies de la aristócrata . La voz de la sangre me ha llamado hace tiempo; la voz de la sangre me pone ahora a los pies de la madre de mi madre». Le besó las manos con religioso respeto. Y el alma se le iba tras los besos, con la más santa y sincera afección que es dado imaginar.

Recibo de rodillas su bendición y se la pido de nuevo. Dios guarde la vida de vuecencia ilustrísima como yo deseo. Humilde hija y criada da vuecencia ilustrísima. Misericordia, abadesa de la comunidad de las Descalzas Reales de la villa y corte de Madrid