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Confíame tus tormentos, Roberto dije, poniéndole la mano en el hombro. No soy más que una chica, muy sencilla, pero eso desahogará tu corazón. ¡No puedo! gimió, ¡no puedo! ¿Y por qué? Porque sería mortificante... hasta para ti.

Roberto ve el retrato y se enfurece sobremanera; pero su astuta hermana le dice que su criada lo ha encontrado en la calle, y Ramón en seguida, convertido en pregonero, publica la pérdida del retrato, desvaneciendo las sospechas de Roberto.

No sabe por qué lo hace; todavía es sólo el sentimiento el que le dice: eso se relaciona con mi falta. No creo en una falta gritó Roberto en el colmo de la agitación.

En tales circunstancias dos días después del nacimiento del niño, Olga había llegado de improviso a Gromowo. Roberto no la había visto desde el día de su casamiento; y casi se asustó de su aspecto al verla dirigirse hacia él tan altiva, dura e impenetrable, tan maravillosamente se había desarrollado su hermosura.

Y una tarde que desde una ventana de su cuarto contemplaba las cumbres del Dôle, detrás de las cuales descendía radiosamente el sol, se estremeció al oír una voz que hablaba detrás de él. ¿Era una alucinación? ¿No soñaba despierto? El Príncipe Alejo Zakunine estaba en su presencia. Roberto Vérod decía la voz ¿no me reconoce usted?

Usted abrigaba, pues, una esperanza, por débil y remota que fuera. Pero ¿cómo no pensó usted que para ella era motivo de temor lo que para usted era motivo de esperanza? Un nuevo vínculo amoroso tenía que envilecerla. Roberto Vérod miró a su interrogador cara a cara. Yo quería hacerla mi mujer ante Dios y los hombres.

Tibaldo llegó á Nápoles con los dos hermanos Rocafort presos, y los entregó al Rey Roberto su mortal enemigo.

Entonces ocurrió un incidente que no sólo suavizó mi humor, sino que hasta modificó sensiblemente mi juicio sobre nuestro primo. Hacía cuatro días que Roberto estaba en casa, cuando vino a buscarme de improviso y me dijo: Olguita, quisiera pedirte algo; ¿no vendrías a hacer un paseo a caballo conmigo? ¡Qué honor! repliqué.

Apenas Roberto hubo pasado la puerta de la ciudad, notó que a su paso la gente lo trataba de manera enteramente singular. Los unos lo evitaban, los otros levantaban su gorra con ademán torpe, y tan pronto como podían, decentemente, se alejaban de él.

Roberto se estremeció e inclinó dos o tres veces la cabeza. Y, de repente, como vencido por el dolor, cayó de rodillas delante de la cama gritando: ¿Por qué has muerto? ¿Por qué había muerto Olga? Tal era la cuestión que, en lo sucesivo, preocupó exclusivamente a toda la ciudad. En la calle, en las mesas de los cafés, en los bancos de las cervecerías, no se hablaba de otra cosa.