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Lisardo, uno de sus caballeros, es de la misma opinión; pero Roberto la contradice ardorosamente, alabándose de guardar tan bien á su hermana Diana, que ningún caballero logrará nunca llegar hasta ella.
Es necesario que me decida esta misma noche por una u otra de estas alternativas, pues Roberto vendrá mañana para llevarme a la tumba de Marta. Antes que seguirlo allí, prefiero morir.
La sangre no llegó, sin embargo, al río; intervino Currita muy indignada contra las zafias bromas de Diógenes, y puso fin a la contienda apoyándose en el brazo de sir Roberto Beltz, para dar una vuelta por la serre, y encargando antes al tío Frasquito que convidase para el día siguiente a comer con ella a todos los que habían tomado parte en las dos cuadrillas, blanca y negra.
¿Cómo, madre! ¿No lo sabías? gritó Roberto golpeándose la frente con ambos puños. ¿Ella nada te dijo? ¿No fue a buscarte anoche para contarte lo que había pasado entre nosotros durante el día? ¡Nada me dijo! gimió ella. Apenas si me dirigió una sílaba, y se encerró en su cuarto...
El anciano insistió de nuevo y entonces Roberto dijo: Aquí es donde vamos a leerlo, tío; aquí, donde ella lo ha escrito. ¿Y si alguien nos sorprendiera? observó el doctor, atemorizado. Roberto se encogió de hombros y con el dedo señaló el piso.
Luego agregó: Sea por siempre bendita y bendecida. El llanto de Vérod era tempestuoso. Roberto, ¡qué bueno es usted! ¡Gracias!... ¡Adiós!... Diciendo esto, se inclinó a besar la mano del joven. Pero Roberto Vérod la retiró y abrió los brazos. Los dos hombres permanecieron un momento estrechamente abrazados. El Príncipe preguntó en voz muy baja: Hermano, ¿me perdonas? Te perdono, hermano.
El joven editor de El Alud, de Fiddletown, sostenía reservadamente que era un hoyuelo disimulado y al coronel Roberto le recordaba las tentadoras pecas de los tiempos de la reina Ana, y más especialmente a una de las más hermosas y malditas mujeres, sí, ¡malditas sean! en que jamás se hayan podido fijar ojos humanos. Era una criolla de Nueva Orleáns.
Hace tres días que no nos diriges la palabra... si continúas así, vas a perder la razón. ¿Qué quieres? replicó Roberto con un suspiro que se escapó de su pecho como un grito. Estoy tranquilo, completamente tranquilo. Volvió a dejar caer entre las manos su enmarañada cabeza y pareció sumergirse de nuevo en su meditación. El anciano se sentó a su lado y se puso a prodigarle buenas palabras.
Así por lo menos juzgaban su jerigonza pagana el señor Galba, desde su mirador y el coronel Roberto que se acertaba a pasar.
Parecía una entrada de fantasmas, que me recordó ¡oh sacrilegio! la de los espectros evocados por Beltrán en la ópera Roberto. Cada diez o doce educandas venía otra monja, que se situaba al cabo del banco. Cuando la capilla estuvo llena salió el cura, revestido de sus ornamentos, y comenzó la misa. La comunidad y las educandas se sentaron.
Palabra del Dia
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