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Sin duda Ramón estaba en casa aún. Miró el reloj. No eran más que las dos y media. Dirigióse a paso largo hacia la casa de su suegro, en la Rúa Nueva, mas cuando hubo dado unos pasos, advirtió que iba sin sombrero y de frac. Volvióse al Liceo. Al primer criado con quien tropezó en la escalera, le pidió que le bajase el sombrero y el abrigo. Cuando llegó a casa, Ramón estaba enganchando ya.

Esto es; prontito, a casa del señor Portas, que lo que es elocuencia para convencerle y lágrimas para ablandarle, no le habían de faltar. ¡Caramba! no haberlo pensado antes... Día de fiesta era, y don Pablo Aquiles, que estaba de morro y no quiso almorzar, se fué a dar su paseo; la campanada de las diez y media sonó en el reloj del comedor, y la señora se cubría ya con el velo y el mantón, cuando el llamador de la puerta de calle se hizo oír con grave redoble.

El fiasco era completo, y aturdida Currita miró espontáneamente hacia el magnífico reloj de bronce dorado que había allí cerca, sobre una chimenea: ¡eran ya las diez y cuarto!...

También ella desea que entre y Ballester le inventéis algo, y deis nombre a la casa, y llenéis bien el cajón del dinero... Pero buen par de sosos tiene en su establecimiento... Charla que te charla, doña Lupe miraba al reloj del comedor, mas no expresaba su impaciencia con palabras. Por fin sonó la campanilla débilmente.

Al día siguiente lee en un diario una noticia que decía: RELOJ ROBADO. Hallábase ayer en el remate de Constela el señor X. X., y de repente notó que le sacaban su reloj, y que la mano que lo llevaba pertenecía al vecino que tenía a la derecha. El reloj no ha sido encontrado.

A lo lejos se oía el sonido algo cascado del viejo reloj de la aldea que daba las nueve. El parque no conservaba ya más que líneas ondulantes e indecisas. La luna aparecía lentamente sobre las copas de los grandes árboles. Bettina tomó de sobre la mesa una caja de cigarros. ¿Fumáis? preguntó a Juan. , señorita. Tomad, entonces, señor Juan... Tanto peor, ya lo dije.

Digo que él salía de San Sebastián. Le vi venir de allá, mirando al reloj de Canseco. Yo estaba en la tienda. El tendero salió a saludarle. D. Carlos me vio; hablamos... ¿Y qué te dijo? Cuéntame qué te dijo. ¡Ah!... Me dijo, me dijo... Preguntome por la señora y por los niños.

En la obscuridad de las bóvedas retumbaban los argentinos martillazos de los guerreros del reloj. Luna se levantaba y recorría la iglesia, visitando los contadores para marcar su ronda. Habían sonado las diez, cuando Gabriel oyó abrirse el postigo de la portada de Santa Catalina, pero rápidamente y sin violencia, como si hubieran hecho uso de una llave. Luna recordó el ofrecimiento del campanero.

Ojeda y Maltrana avanzaron entre el gentío casi tambaleándose, como embriagados por la sensación del suelo firme bajo sus plantas y el vaho que despedía caldeado por el sol. Un reloj señalaba las cuatro de la tarde. Junto a sus ojos revolotearon unas moscas pesadas y pegajosas, las primeras que salían a su encuentro en la nueva tierra.

En lo que se llama la Atalaya, vigilan cuatro hombres de la dotación el desierto mar, al par que son los encargados de comunicar al pueblo la hora en que vive. La falta de máquinas supliendo la abundancia de brazos. El engranaje del reloj de Agaña lo constituye un complicadísimo servicio, y una vigilancia á prueba de segundos. Analicemos la máquina.