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Mientras procuraba convencerla de su inocencia, prodigábala nuestro joven mil caricias apasionadas, sin miedo ya a ser visto de los transeúntes. El interés de la escena le embargaba. Por otra parte, la noche había avanzado un poco, y las calles que recorrían no eran de las más transitadas. Llegaron a la de las Huertas.

Era más de la una de la noche cuando terminó su correspondencia. La noche estaba tormentosa, y al acercarse a una ventana, vio los relámpagos que recorrían el horizonte, y rozaban silenciosamente el mar. Por intervalos, truenos lejanos, semejantes al mugido del león en los desiertos de África, mezclábanse a la fiesta.

Pues, como no hallaron el santo, alborotóse el pueblo, y pareciéndole que había sido milagro, quedóse el autor atónito. En otro lugar describe así las diversas clases de compañías que en su tiempo recorrían el país: «Habeis de saber, que hay bululú, ñaque, gangarilla, cambaleo, garnacha, boxiganga, farándula y compañía

Antiguas son en Sevilla las procesiones del rosario que durante las primeras horas de la noche y por las madrugadas recorrían las calles de la ciudad cantando oraciones, pero los historiadores señalan como la época de que arranca el gran apogeo de tales actos religiosos, los últimos años del siglo XVII, en que sufrieron notables reformas que contribuyeron á su gran desarrollo.

Un maestro había perdido unos anteojos que se habían encontrado en su faltriquera: el rapé de otro había pasado al chocolate de sus compañeros, o a las narices de los gatos, que recorrían bufando los corredores con gran risa de los más juiciosos; la peluca del maestro de matemáticas había quedado un día enganchada en un sillón, al levantarse el pobre Euclides, con notable perturbación de un problema que estaba por resolver.

Eran inválidos ó convalecientes que recorrían los jardines á la salida del Museo; vecinos de Mónaco que regresaban á sus casas después de haber tomado el sol en un banco; gruesas comadres que guardaban su calceta en un bolso; ancianos apoyados en un bastón, que tal vez no se habían embarcado nunca, pero tenían un aspecto de viejos marinos genoveses.

No, ese globo no lo conoce nadie. ¿Habría visto en casa de su amo, el Rey de Portugal, algún mapa que lo indicara? Así se ha dicho, pero nadie lo ha probado. Más probable es que los aventureros que hacía cosa de veinte años recorrían el continente americano, hubieran visto, pero visto con sus propios ojos, el mar Pacífico.

Al murmurar acariciábase el bigote con el cabo del estilógrafo, mientras sus ojos recorrían las páginas emborronadas para restablecer la ilación de sus ideas. Olvidóse instantáneamente del lugar dónde estaba; pasó de golpe a un mundo distinto, un mundo sólo de él, que parecía latir en los pliegos ennegrecidos por su escritura.

Y subían hasta lo alto de la montaña; pasaban la divisoria, y recorrían otro valle, y así todo el camino, sin detenerse nunca. Tanto anduvieron que la pluma, sintiendo satisfecha su curiosidad, se arremolinó, dió varias vueltas sobre misma, y dijo al genio que la conducía: «¿Sabes que hemos corrido bastante? ¿No convendría elegir sitio para descansar un rato? ¡Ay, amigo!

Para que pudiesen llevar á cabo lo que habían determinado, la casualidad les deparó que hubiera en el puerto un buque, una de esas embarcaciones de dudoso carácter, cosa muy común en aquellos tiempos, que sin ser realmente piratas, recorrían sin embargo los mares con muy poco respeto á las leyes de propiedad.