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El fervor de los cruzados encendía en aquellos breves instantes de heroica dicha su alma buena; y su deleite, que le inundaba de una luz parecida a la de los astros, era solo comparable a la vasta amargura con que reconocía, a poco que en el mundo no encuentran auxilio, sino cuando convienen a algún interés que las vicia, las obras de pureza.

Aquél estamos sonó mal en los oídos de Tirso: juzgaba que la debía agradecimiento por el apoyo que le dispensó; pero fuera de lo referente a la hermandad, no reconocía en ella autoridad para aprobar o condenar sus actos, molestándole lo que alardeaba de su influencia en asuntos políticos que se rozaban con la Iglesia.

Siempre que se imaginaba el estado de la conciencia de la infeliz en la víspera de la catástrofe, reconocía la posibilidad del suicidio y hasta se decía que debía haberse suicidado.

Una noche formaba el encanto de alguna tertulia cursi y enamoraba a cualquier zagalilla de quince años, dulce y tímida; a la siguiente se le veía cenando en algún colmado con dos rameras. Su amor no reconocía clases, ni estados, ni edades. Tenía un carácter apacible y su trato era cortés y afectuoso. No disputaba jamás, pero gozaba oyendo disputar a los otros.

Lo saludaba con mugidos, imitando infantilmente el bramar de los toros en la dehesa y en la plaza. No lo reconocía; no podía acordarse de por qué estaba allí la peluda cabeza con sus cuernos amenazadores. Poco a poco fue haciendo memoria. Te conosco, gachó... Me acuerdo de lo que me hiciste rabiá aquella tarde.

Soldados formando parejas llevaban objetos envueltos en sábanas que el dueño del castillo reconocía como suyas. Estos bultos eran cadáveres. El parque se convertía en cementerio. Ya no bastaba la plazoleta para contener los muertos y los residuos de las curas: nuevas fosas se iban abriendo en las inmediaciones. Los alemanes armados de palas habían buscado auxiliares para su fúnebre trabajo.

Aunque no le llevase más de tres o cuatro años, Nuncita, por la costumbre adquirida, por debilidad de carácter, o por ventura porque no le disgustaba aparecer más joven en presencia de la gente, reconocía la jefatura de su hermana y la obedecía con una sumisión que envidiarían las madres para sus hijas.

D. Fadrique reconocía no obstante, que si estaba lejos aún el día en que sea casi imposible adquirir mal lo que uno mismo adquiere, estaba aún mucho más lejos el día en que sea casi imposible heredar mal lo que se hereda. El modo de no empujar hacia más hondo porvenir la aurora de ese día, era dar buen ejemplo en contra.

Maltrana, a la escasa luz que aún quedaba en el ambiente, vio llegar a los cazadores. Reconocía su organización recordando los relatos del Mosco. Cada pareja de hombres era una «cuadrilla»; compañeros de vida y muerte, que no se abandonaban en el peligro, que al huir en distintas direcciones sabían por instinto dónde encontrarse, partiéndose con fraternal equidad el producto de la caza.

Es como si a un arquitecto se le dijese: «La casa construida por usted está mal cimentada, pero puede sobrevenir un terremoto y devolverle su equilibrioTodos estaban conformes en que la enferma entraba en una crisis, pero nadie, ni el propio señor Delviniotis, se atrevía a asegurar que no se terminase por la muerte. Germana deliraba. No reconocía a nadie.