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Las dos criadas, que entraron en pos de ella, colocaron también sobre la mesa blanco pan, anchas copas y sendos y grandes jarros. Señalándolos Teletusa con el dedo, habló así: Este es vino rancio y seco de Chipre, néctar exquisito, consagrado a Venus, cuya fue aquella isla, allá en las edades felices en que vivieron y reinaron las diosas entre los mortales.

De pronto sintióse el galope de un caballo que se detuvo a la puerta de la casa parroquial, y el jinete, sin descalzarse las espuelas penetró en la sala del festín. El nuevo personaje llamábase don Antonio de Arriaga, corregidor de la provincia de Tinta, hidalgo español muy engreído con lo rancio de su nobleza v que despotizaba, por plebeyos, a europeos y criollos.

Pero temía exponer sus gustos de «hombre rancio», acordándose de las burlas del príncipe y de Castro. Estos preferían el parque, lo que el coronel llamaba en sus adentros el «jardín salvaje». Habían aprovechado los vetustos olivos existentes en el promontorio como base de este parque.

La tierra que sirve de pavimento permanece siempre húmeda y como viscosa, por todas las aguas sucias que la llenan de grasa. El aire que se respira en tal guarida es acre y fétido. Flotan en él á un tiempo los hedores del humo, del tocino rancio, del pan de muchos días, de la madera carcomida, de la ropa sucia, de las emanaciones humanas.

Figurémonos que hay en una pipa una solera de vino generoso, muy exquisito y rancio; que se reparte la solera entre tres vinicultores, y que cada uno de ellos aliña su vino y le da valor con el vino exquisito que en su parte de la solera le ha tocado.

Y existe en su espíritu, en cuanto a legítimo orgullo, cierta dualidad: suele gloriarse a veces de su rancio abolengo y timbres hispánicos; y otras, en cambio, envanécese del justo honor dimanado de sus ascendientes patricios.

GORRINITO ASADO. Después de bien limpio se sazona con sal y pimienta, interior y exteriormente, se rocía con manteca y vino rancio, se mete al horno con cuidado de echarle por encima la grasa que va soltando. Cuando está tostado, se sirve bien caliente.

Y el señor Cuadros repetía con expresión pedantesca estos y otros lugares comunes que había oído en la Bolsa de boca de ciertos pillos de levita, que con la dichosa «lucha por la existencia» justifican rapiñas legales que merecen un grillete. Y para desesperación del pobre viejo, hacía la apología de la Bolsa. Sólo un rancio podía tronar contra ella.

De pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, mapamundi de remiendos, y moviendo con risible rapidez nariz y boca, que tenía de color de unto rancio, aguardaba a que le pidiesen algún nuevo episodio tan verosímil como el de la liebre; pero ahora el turno le correspondía a don Eugenio.

Veíanse portadas de aquel período del Renacimiento que puede llamarse plateresco español; otras de arco romano, con grandísimas dovelas, al estilo del tiempo de los Trastamaras, y algunas de tan imponente y esquiva hechura, que, á no correr el año de 1877, hubiera yo jurado que en tales casas vivían poderosos inquisidores ó alguno de aquellos terribles mayorazgos que solían ser jefes de una docena de hermanos, todos ellos soldados, frailes y monjas. ¡Indudablemente estábamos en Castilla la Vieja, ó, mejor dicho, en el antiguo reino de León! ¡Hasta el aire era allí godo, español rancio, cristiano puro, antisarraceno, en fin ya que es menester decir las cosas claras!