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Entonces el hijo predilecto de la Iglesia se acercó a la reja, y con labio balbuciente y el rostro encendido se confesó con D.ª Rafaela. Por no abusar más de su inagotable bondad había tenido precisión de pedir seiscientas pesetas al padre Laguardia, que era quien le perseguía y le había hecho prender.

Rafaela se quedó una vez mirando en silencio la costura de la joven, y luego dijo: ¡Ay, niña, qué pena me da de verte tan afanada trabajando siempre! Tu madre también trabaja mucho. ¿Y qué ganan ustedes con esto? Muy poco. El trabajo de las mujeres está muy mal pagado. Es casi imposible el ahorro. Lo comido por lo servido. Vienen las enfermedades y la vejez y traen consigo la miseria.

En las noches en que el personaje egregio penetraba o se suponía que penetraba con misterioso recato en casa de Rafaela, se cuenta que poco antes venía un sujeto de honrosa servidumbre trayendo en su coche dos tatarretes. ¿Qué pensará el curioso lector que dichos tatarretes contenían? La gente lo declaraba como si lo hubiese visto y probado. En el uno había leche, y manteca de vacas en el otro.

El teatro estaba de bote en bote. El público había acudido, excitado por la curiosidad, mas no por la benevolencia. Al contrario, el odio y el desprecio que el Sr. de Figueredo inspiraba, tocaron como por carambola y se estrellaron contra la pobre Rafaela.

, ya conozco sus costumbres piadosas; pero de todos modos, ya le debo otras atenciones que aunque de categoría menos elevada... No hablemos de eso, Sr. Llot se apresuró a decir la señá Rafaela extendiendo la mano. Hablemos, , señora. Yo no puedo olvidar ni un instante los favores que se me hacen. Precisamente había venido esta noche a arreglar nuestras cuentas.

También solía preparar para el grande hombre algunos platos exquisitos, como dos cuartos de molleja, dos cuartos de sangre frita y a veces una ensalada de escarola, bien cargada de ajo y comino. No tardó en venir Izquierdo, y echose fuera la estantigua aquella gitanesca, a quien Rafaela miraba con verdadero espanto, rezando mentalmente un Padre-nuestro porque se marchara pronto.

El castigo ha sido muy pequeño para culpa tan grave. Le estoy profundamente agradecido por los golpes que me ha dado y las injurias que me ha hecho, y sólo siento que no hayan sido aún más dolorosos para poder pagar a mi Divino Señor las ofensas que le he inferido. D.ª Rafaela cruzó las manos y levantó los ojos al cielo con un gesto de viva admiración.

Rafaela sintió sin duda grandísimo pesar, pero no le faltó energía para disimularle, y a los ojos del público apareció impasible y serena, así en los días que precedieron a la partida de Juan Maury como después de su partida. Lo que pasó, durante aquellos días, en el corazón de Rafaela, no lo supo más que una persona.

Al volver Rafaela y al ver a Juanita vestida de gala, tuvo nuevo motivo de admiración. Juanita y la criada encendieron después los tres velones que tenían, cada uno con cuatro mecheros. Encendieron además veinte o veintidós velas de cera, y lo iluminaron todo tan ricamente, que la casa parecía aderezada para una solemne fiesta.

No tardó Rafaela en perder también este consuelo y este deleite. El Vizconde tuvo que irse a Berlín a ocupar otro puesto diplomático. Sufrió Rafaela con calma la nueva contrariedad, y aún siguió, durante algunas semanas, el mismo género de vida. De repente, y sin que nadie pudiera atribuirlo a otra causa que a una enfermedad, Rafaela dejó de recibir, se retiró y se aisló.