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Llegó la hora: me voy, no sea que papá suba y me sorprenda... no puedo respirar, tiemblo como si tuviera miedo, y no tengo miedo, pero tristeza, mucha tristeza... Fué al dormitorio, y de la percha descolgó el sombrero; la vista de objetos que le eran familiares, le causó emoción tan grande, y sobre todo, el papel clavado en la almohada, a manera de fúnebre inri, que se puso a sollozar.

Lo dicho. ¿Te parece ni medio decente que una mujer que te da su cuerpecito haiga de estarse siempre pidiendo como chico goloso? quieres mucho mimo por poco trigo. No podemos seguir así. Me das para vivir con decoro o despejas la plaza. Ya te doy cuanto puedo..., todo lo que puedo. Pues en vez de esas roñoserías es preciso que me pases una cosa fija cada mes, como hacen todos los caballeros.

No se le ocurrió pensar que negar aquel nuevo préstamo al tenor no era desairar a la tiple: un secreto escozor, de que no quería hacer caso, le decía siempre que entre los intereses de la Gorgheggi y los de su maestro había una solidaridad misteriosa. «Negarle ese dinero a él era negárselo a ella», se decía sin poder remediarlo. «Y yo a ella... en estas circunstancias, no puedo negarle nada, ni siquiera lo que no tengo».

No puedo... Bien sabes que soy tu amigo: hasta me haces el honor de reconocerme como pariente; te debo mucho; ¡pero eso que me pides... no! Es un disparate, una locura. Forzosamente habíamos de terminar así; lo he presentido hace algún tiempo. Pero de nada puede servirnos recordar lo pasado: ya no eres el Lubimoff que decía aquellas paradojas.

Muera yo si con mi muerte desdichada daros algún contento puedo; y vivid vos y olvidadme como cosa maldita que junto a vos para fenecer en vuestra hermosura y acabar en vuestras manos ha llegado.

Y a la salida del túnel, el enamorado esposo, después de estrujarla con un abrazo algo teatral y de haber mezclado el restallido de sus besos al mugir de la máquina humeante, gritaba: «¿Qué puedo yo ocultar a esta mona golosa?... Te como; mira que te como. ¡Curiosona, fisgona, feúcha! ¿ quieres saber? Pues te lo voy a contar, para que me quieras más». ¿Más? ¡Qué gracia! Eso que es difícil.

Casi no puedo hablar... Me parece que mi lengua pesa tanto como un pedazo de plomo. Toma, ahora estoy mareado... Adiós, viejo. Otro apretón de manos... Vamos, ¿estás dispuesto? . Perfectamente. ¡Fuego! eso me curará... Cayó. Pobre b... dijo el señor Durand. Esta fue la oración fúnebre del maestro Zeli.

Os aseguro, don Francisco dijo el rey bostezando de nuevo y haciendo la señal de la cruz sobre el bostezo , que estoy pasando una mala noche. No la paso yo mejor dijo Quevedo. Vos os divertís; yo me fastidio. Pues os doy la diversión por dos blancas. Os juro que no puedo dormir. Y yo os afirmo, señor, que no puedo acostarme. Yo os había llamado para algo. Yo creía que para algo era venido.

Señor: A Vd. digo que habiendo operado en este Departamento Oriental y habiendo tomado el poblado de Palmarito haciendo en parte vivieres y ropas las fuerzas por particular, pasaron, al poblado de La yerba de Guinea, habiéndose dado á la fuga las fuerzas del Gobierno ocupamos noventa y siete tiros de Mauser Reformados y en las tiendas ocupamos un saquito de municiones otro de balines á más de doscientos cartuchos y seis cajas de pólvora de lo demás no puedo dar cuenta ni fe porque yo iba bajo las órdenes de otro Brigadier.

Además, temía que le faltase el tiempo para saborear los grandes cambios realizados en su propiedad. Me quedan pocos años decía , y no puedo malgastarlos vagando por Europa, cuando tantas cosas debo hacer aquí. Celinda me dará muchos nietos, y no quiero que sean unos pobretones.