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Un día que hablaron de lo que suelen hablar las muchachas cuando se reúnen, la Comadreja confesó que ella «tenía» un capitán mercante, que le traía de sus viajes mil monadas y regalos, y proyectaba casarse con ella, andando el tiempo, cuando pudiese. En cuanto a Guardiana, declaró que no soñaba con tener novio, pues era imposible: ¿qué marido había de cargar con sus pequeños?

Si pudiese tener una entrevista con ella antes de marchar, quizá lograse convencerla de que la separación era el mejor partido que podían tomar: acaso con algunas vivas protestas de cariño y ciertas vagas esperanzas de volverse a ver con el tiempo endulzaría la amarga píldora que le iba a propinar. Pero ¿cómo arreglarse para ello, estando encerrada por el cafre de su padre? No parecía.

No cabía duda: aquella mujer alcanzaba la importancia de su nueva situación; no se dolía de lo ocurrido, ni denotaba la más remota veleidad de querer explotar su sacrificio, mas tampoco le cabía en la cabeza la sospecha de que pudiese ser víctima de una infamia.

El que pareció más conveniente para entrambas partes fué, que Calel desampararía la provincia si le aseguraban el paso de Cristopol, y le daban navíos con que pudiese pasar el estrecho, porque sin estas cosas, y faltándoles qualquiera de ellas, era imposible volver á la Natolia su patria.

En la angustia de su fisonomía vió que el desastre era inminente. ¿También él creía que su víctima había podido escaparse, á pesar de las precauciones tomadas y de las infamias cometidas? ¿No admitía que el Herbert Carlton pudiese ser otro que Jacobo?

Y al extender sus brazos con un gesto de inmensidad, como si nadie pudiese abarcar la fortuna de Jaime, añadía convencido: Un Febrer nunca es pobre. Usted no podrá serlo nunca. Después de estos tiempos otros vendrán. Jaime desistió de hacerle reconocer su pobreza. Mejor era que le creyese rico.

Pero, en breve, la idea de aproximarse a María Teresa, de verla, de satisfacer así su único deseo, lo hizo sobreponerse a sus recelos y temores. El día estaba demasiado adelantado para que pudiese partir aquella misma noche; telegrafió que iría al día siguiente.

Por las noches se retiraba contenta. Tenía tres mil ó cuatro mil francos más; pero ¿qué era esto?... Se lamentaba de la escasez de su capital. Quería hacer el gran juego, para recuperar todo lo perdido. Así, poco á poco, no llegaría nunca. ¡Si pudiese reunir otra vez aquellos treinta mil francos, que subían ó bajaban, pero manteniéndose siempre fieles!...

No admitiría nunca que un artista pudiese ser su igual; pero él, por benevolencia, protegía las artes cuando no le salía muy caro. Daba al trabajo mucha importancia, no hacía nunca nada, admitía las concesiones al talento, y se explicaba el otorgamiento de un título a quien supiera enriquecerse en la Bolsa o en los altos negocios del Estado.

Y aunque el infante por quitar toda sospecha les hizo quedar en Galípoli, no por eso se la quitó á Rocafort, antes ese mismo cuidado con que prevenian las ocasiones exteriores de que pudiese tenerla, se la acrecentaba más, creyendo siempre que era tener sobrad confianza de Berenguer, y de Fernan, y que ellos la tenian del infante, pues no mostraban queja de no habelles admitido en su compañia.