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El profesor odiaba por igual á los dos periódicos y á las demás publicaciones, que enviaban sus redactores detrás de él como si fuesen perros perseguidores de un ciervo asustado.

Tal vez el temible orador estaba ya hablando á estas horas. Flimnap corrió al palacio del gobierno, entrando en el ala ocupada por el Senado. Su amor por Gillespie le sugería las más atrevidas resoluciones. El tímido profesor, que pocos días antes era incapaz de la más pequeña iniciativa, se asombraba ahora de su audacia.

Ido del Sagrario se negaba a tomar copas y su amigo Izquierdo, que bebía aguardiente como si fuera agua, se burlaba de la sobriedad del profesor de instrucción primaria, el cual aseguró haber comido fuerte y no hallarse muy bien del estómago.

Miró á un lado y á otro, á pesar de que no había nadie cerca del gigante, y añadió con voz tenue: Gentleman, le amenazan grandes peligros y vengo á anunciárselos, aunque ignoro, por desgracia, cómo podré defenderle de ellos. Su amigo el profesor de Física le había llevado aquella mañana á lo más apartado y profundo de su laboratorio para confiarle un gran secreto.

Yo que he sido profesor de primera enseñanza, yo que he escrito obras de amena literatura tengo que dedicarme a correr publicaciones para llevar un pedazo de pan a mis hijos... Todos me lo dicen: si yo hubiera nacido en Francia, ya tendría hotel...». Eso es indudable. ¿No ve usted que aquí no hay quien lea, y los pocos que leen no tienen dinero?...

Gener tiene razón que le sobra, por qué Nietzsche se somete con gusto a toda clase de padecimientos y de malos tratos con tal de que se consiga la aparición del super-hombre. ¿Qué le va ni qué le viene con dicha aparición, si él no ha de ser el super-humanado, si él no ha de pasar de un cualquiera, de un pobre diablo, de simple profesor, con poquísimo dinero, con menos consideración y campanillas, y terminando al cabo porque le encierren en un manicomio?

Pero no hay que hacerse ilusiones..." Richard Chotin, profesor en la Escuela Superior de Negocios (ESA:

Ra-Ra, cediendo á sus hábitos de propagandista, se puso de pie sobre la mano del gigante para hablar con un ardor de tribuno. Queremos la libertad; queremos una vida interesante; la embriaguez del peligro; en una palabra, la gloria. Deseo ser justo con mis enemigos y reconozco como verdad todo lo dicho por el profesor.

En los primeros momentos, la contemplación le divirtió, como a cuantos miraban a la muchacha; pero eso duró poco, y no tardó en caer de nuevo en su mal humor. No tenía motivos para estar contento. Al contrario. Volvía del liceo, donde era profesor, cansado, con el estómago vacío; el tranvía estaba repleto, y no había posibilidad de sentarse y leer el periódico.

Algunas veces lo acompañaba un hombre, digno por todos conceptos de sus amigos, el doctor Delviniotis, profesor de química de la Facultad de Corfú. El señor Delviniotis profesaba a la enferma una amistad tanto más viva, cuanto que él tenía una hija de la misma edad.