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Fue esto último para como un rayo de luz. ¿No podría yo también asistir a una cátedra de bridge, o tomar, por lo menos, un profesor particular, como Eduardo VII, rey del Reino Unido y emperador de las Indias? ¿Acaso debía considerarme yo algo más importante y solemne que un emperador de las Indias?...

Arturo Farinelli, profesor en Innspruck, capital del Tirol, y tan docto y entusiasta apreciador de nuestra lengua y literatura, como de la alemana, y de la de Italia, su patria.

¡Era demasiado! ¡No, por Cristo, aunque pasara lo de «jettatore», yo no podía dejar pasar lo de no ser caballero!... Así fue que en el mismo día puse, con mi nombre y mi dirección, un aviso en dos importantes diarios: «Se necesita un profesor de bridge. Es inútil presentarse si no se posee especial competencia, demostrada en algún diploma técnico o universitario.

Antes de venir aquí he visitado á la esposa masculina de mi colega el profesor de Física, que estaba en la cama con su pequeño. Son los hombres los que se acuestan para dar calor al recién nacido, mientras las mujeres vuelven á sus funciones, momentáneamente interrumpidas, para ganar el dinero que necesita la familia.

Mientras tanto, el profesor Flimnap, por medio del texto del inventario, formulaba una opinión decisiva. Este aparato debía guardarse para siempre en la Universidad, á fin de que los sabios se dedicasen á su estudio, si lo juzgaban interesante.

Todos los muchachos de la Guardia gubernamental lo encuentran igualmente muy agradable, y hasta algunos afirman que es hermoso.... Tuvo usted una buena idea, profesor Flimnap, al aconsejar que lo mirásemos con lentes de disminución.... Yo opino que debemos dejarle vivir, aunque sea únicamente por una temporada corta.

Cuando el profesor Flimnap regresó de su viaje á la antigua capital de Blefuscú, fué sin pérdida de tiempo á visitar al gigante para darle excusas por su ausencia. Vivía en perpetuo asombro á causa de la enorme gloria que había caído sobre él, con acompañamiento de ganancias no presentidas ni aun en sus momentos de mayor ilusión.

Los pocos pasajeros a quienes tan ruda jornada había tocado, éramos, como creo haberlo dicho ya, el profesor suizo, un joven de Bogotá, García Mérou y yo. Además, venía una rarísima mujer, colombiana, de buena familia, pero que en Francia habría pasado por tener una colección de arañas au plafond.

Mal, muy mal le supo al de Rufete la sujeción, porque sobre todos sus instintos malos y buenos dominaba el de la vagancia y el gusto de correr por calles y caminos, con cierto afán como de buscar aventuras. La mortificación de su amor propio al ver que le eran muy superiores niños de menos edad que él, aumentaba el horror que hacia el colegio y su maldito profesor sentía.

Liette, desolada, pensaba ir a Amiens a consultar al doctor Duplan, joven profesor ya famoso en la región y condiscípulo del señor de Candore, pero ante la idea de semejante viaje la enferma ponía el grito en el cielo. Te lo ruego, hija mía, déjame morir en paz repetía en tono doliente: creo que no pido mucho. Lágrimas, razonamientos y súplicas, todo fue inútil.