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Nacido en la confluencia de tres civilizaciones, procedente de una raza, en la cual se habían confundido demasiados elementos étnicos, atraído en diversos sentidos por los instintos hereditarios y por los conceptos adquiridos, veía que no podía gustar otros goces que los del árido pensamiento. Había vivido: ¿pero cómo?

Y por la noche, cuando el sueño aflojaba su voluntad en dolorosa tensión, la casa azul, los ojos verdes y diabólicos de su dueña, y la boca fresca, grande y carnosa con su sonrisa irónica que parecía temblar entre los dientes blancos y luminosos, eran el centro inevitable de todos sus ensueños. ¿Para qué resistir más? Podía pensar en ella cuanto quisiera; esto no lo sabría su madre.

Martín llegó a convencerse de que la buena señora tenía una imposibilidad irreductible para enterarse de la cosas. Lo veía todo a su gusto y se convencía de que los hechos era como se los había pintado su fantasía. Si de la madre cualquiera hubiese dicho que le faltaba un tornillo, no podía decirse lo mismo de su hija.

Al mismo tiempo la hermandad Limosna de la luz pensó que su bienhechora influencia podía hacer algo mejor que poner velas en los altares, regalar casullas o vender ropa barata para el culto: podía ¡oh admirable hallazgo! ¡oh inspiración divina! regalar almas al Señor.

Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar y la suerte donde y como su amo quedaba; y así, les respondió que su amo quedaba ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia, la cual él no podía descubrir, por los ojos que en la cara tenía.

Faón jamás había sentido celos de Talín, quizá porque la figura de éste no podía inspirarlos, quizá también porque ya estuviese hastiado de su ardiente amiga y meditase abandonarla.

Podía saberlo su Marcelo: ¡qué horror!... Pero el español consideraba denigrante salir de allí sin llevarse algo, y á falta de dinero, cargaba con un cesto de botellas de la rica bodega de Desnoyers. Todas las mañanas entraba doña Luisa en Saint-Honorée d'Eylau para rogar por su hijo. Apreciaba esta iglesia como algo propio. Era un islote hospitalario y familiar en el océano inexplorado de París.

A él, á Marcelo Desnoyers, le podía ocurrir lo mismo que á los infelices belgas si los bárbaros invadían su país. Tenía una casa en la ciudad, un castillo en el campo, una familia. Por una asociación de ideas, las mujeres víctimas de la soldadesca le hacían pensar en su Chichí y en la buena doña Luisa.

Y mientras tanto, su exterior señoril iba sufriendo una transformación, que no se escapaba a los ojos de Fernando. Transcurrían meses y meses sin que algo fresco viniera a adornar su belleza, ávida en otra época de costosas novedades. Al sucederse las estaciones reaparecían los mismos vestidos del año anterior, hábilmente retocados. Su guardarropa de París podía sacarla de apuros por mucho tiempo.

Cuando el tío contestaba que porque era pobre, Lucía afirmaba que la paga de oficial retirado era más que suficiente; que además la chacha Ramoncica estaba poderosísima con lo que había ahorrado, é iba á dejarle por heredero, y que, por último, podía casarse con una rica.