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Pero si la propia religiosidad había volado, o se había escondido en pliegues recónditos del alma, donde él no la encontraba, don Víctor respetaba la piedad ajena.

Poco después apareció Estupiñá, de capa verde, trayendo bajo los pliegues de ella una cosa que abultaba mucho y que guardaba con respeto. Era el crucifijo de bronce de Guillermina, hermosa escultura de bastante peso, y que Plácido no quiso entregar a nadie sino a la misma dueña de él.

Por aquel lado las casas están contiguas al camino en línea casi continua, y las queseras se esparcen como rocas grises en los altos pastos. Sobre la vertiente fría que está enfrente sólo se ve alguna casuca albergada en los pliegues de un barranco.

Una saya de seda color de rosa, recogida en ricos y graciosos pliegues por la diminuta mano, daba magestad á su erguido busto cuyos movimientos favorecidos por el ondulante cuello delataban todos los triunfos de la vanidad y de la coquetería satisfecha.

Jamás había creído la señora de Moscoso que vería hilar más que en las novelas o en los cuentos, a no ser a las aldeanas, y le produjo singular efecto el espectáculo de aquellas dos estatuas bizantinas, que tales parecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando el huso y la rueca, y suspendiendo a un mismo tiempo la labor cuando ella entró.

Señora, honran sobre manera a su sexo, pero es preciso también considerar los sentimientos, la situación de una madre, y, al propio tiempo, mi misma situación. El coronel hizo aquí una pausa y, sacando un pañuelo blanco, lo pasó descuidadamente sobre su pecho y luego se sonrió cínicamente a través de sus bordados pliegues.

Jesús, con su nimbo dorado que brillaba entre las sombras reflejando la última y triste claridad de la ventana, y su luenga túnica de infinitos pliegues, extendía las manos hacia ella, clavándole al mismo tiempo una mirada dulce y profunda.

Vestía ligero traje de muselina, y estaba graciosamente envuelta en un rebozo que cruzándose flojo y llena de pliegues en el pecho de la joven dejaba caer hacia atrás, sobre los hombros, las flecadas puntas. La luz de la lámpara daba de lleno en el rostro de la doncella, en aquel rostro pálido y melancólico, doblemente interesante bajo los negros cabellos.

Wilson pasó junto al tablado, envolviéndose muy bien en los pliegues de su manto genovés con una mano, mientras sostenía con la otra la linterna, el Sr. Dimmesdale apenas pudo reprimir el deseo de hablar. Buenas noches, venerable padre Wilson; os ruego que subáis y que paséis un rato en mi compañía. ¡Cielos! ¿Había hablado realmente el Sr. Dimmesdale?

Sólo cuando rayaba el alba logró cerrar los ojos con un sueño inquieto y fatigoso. Á medianoche. AÚN no ha caído la última hoja de los árboles y ya arde el fuego en la chimenea. ¿Quién tendrá frío? El gabinete es rojo. Las espesas cortinas de damasco, que caen formando pliegues sobre la alfombra, no dejan paso á la claridad de la luna.