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El espada olvidó instantáneamente todas sus preocupaciones, y salió sonriente, la cabeza atrás, el ademán arrogante, como si fuesen enemigos personalísimos aquellos toros que le esperaban en la plaza y deseara verse cuanto antes frente a ellos, echándolos a rodar con su certero estoque.

Luego, los vendedores de naranjas, de silbatos y de globos; la corriente humana que no cesa de circular, engrosada por los torrentes que cada bocacalle vomita sobre la plaza; los soldados, tan marciales, en fila, los ojos sobre el jefe, que recorre la línea a caballo, dejando ondear al viento su penacho azul y blanco; las músicas, que tocan; el cañón, que truena; los cohetes, que estallan; las campanas, que vibran, y por último, el Presidente, que pasa, a pie, camino de la Catedral, en medio de los acordes graves y solemnes del himno nacional, precedido, rodeado y seguido de brillante cortejo.

Tiempo sobrado nos quedará después para hablar de eso... y entregarme yo a la Guardia civil para que, atado codo con codo, me lleve a la cárcel, y después me den garrote vil en la plaza de Villavieja. ¡A usted, Leto? A , ; porque, en buena justicia, debió de haberme tragado la mar en cuanto la puse a usted en brazos de Cornias.

Ya mis muchachos se habían armado de piedras, y daban tras las verdureras, y descalabraron dos. Vino la justicia, prendió a berceras y muchachos, mirando a todos qué armas tenían y quitándoselas, porque habían sacado algunos dagas de las que traían por gala y, otros espadas pequeñas. Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi casa desde la plaza.

A patadas y puñetazos los sacaron los municipales, y una vez libres del rescoldo, empujáronlos fuera de la plaza. ¡A sus casas o al Asilo...! ¡Lo que quisieran!

Al desembocar en ella el alcalde y su fuerza cerca de la plaza de la Marina, no vieron rastro de criminal por ninguna parte. Siguieron vacilantes hasta llegar a dicha plaza. Allí se detuvieron sin saber qué partido tomar. Al muelle, al muelle; allí debe de estar dijo un sereno.

Pequeño, negruzco y de pobre musculatura, una cicatriz tortuosa y mal unida cortaba cual blancuzco garabato su cara arrugada y flácida de viejo. Era una cornada que le había dejado casi muerto en la plaza de un pueblo, y a esta herida atroz había que añadir otras que desfiguraban las partes ocultas de su cuerpo.

Así lo pensaba el banquero, aunque lo dijo de otro modo con una copa en la diestra, y la zurda en la patilla de este lado. Estuvo menos infeliz que de costumbre en el «meerooodeo» de recursos oratorios para llenar su cometido. Sólo dos veces sacó a plaza a los meeroodeadoores, y no llegaron a tres las en que necesitó agarrarse a su muletilla para terminar un período.

En la plaza habían golpeado al alcalde y á varios vecinos que salían á su encuentro. El cura, inclinado sobre unos agonizantes, también había sido atropellado... Todos presos. Los alemanes habían de fusilarlos. Las palabras de la vieja fueron cortadas por el ruido de algunos automóviles que se aproximaban. Abre la verja ordenó el dueño al conserje.

Y Leonora, olvidada ya de las aglomeraciones de las grandes ciudades, se admiraba ante la confusión de gente que se agita en la plaza llamada del Prado, donde todos los miércoles se verificaba el gran mercado del distrito.