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Ataide exclama, cuidadoso, mas sereno: ¡el leon en montería, el feroz divertimiento que da á su doliente Leila Aben Jucef el soberbio! ¿Mas por qué de las bocinas no se percibe el acento, ni los ardientes lelíes de los ágiles monteros, ni acorralando á la fiera el ladrido de los perros? ¿Por qué esos rugidos suenan solitarios y siniestros, y la vega los repite cual los repite el Desierto cuando su rey vaga errante de hambre y sed calenturiento.

Mientras salvaban la distancia que mediaba entre el soportal y el café, una voz irritada, la misma que había protestado contra la mala educación de aquel pueblo, decía con más cólera aún: ¡Siempre he dicho que no hay perros peor enseñados que los de esta villa! EL SARAO DE LOS SE

Tomólo tu madre de memoria, y yo lo fijé en la mía para si sucediese tiempo de poderlo decir a alguno de vosotros; y para poder conoceros, a todos los perros que veo de tu color los llamo con el nombre de tu madre, no por pensar que los perros han de saber el nombre, sino por ver si respondían a ser llamados tan diferentemente como se llaman los otros perros.

BERGANZA. Digo que tienes razón, Cipión hermano, y que eres más discreto de lo que pensaba; y vengo a pensar y creer que todo lo que hasta aquí hemos pasado, y lo que estamos pasando, es sueño, y que somos perros; pero no por esto dejemos de gozar deste bien de la habla que tenemos y de la excelencia tan grande de tener discurso humano todo el tiempo que pudiéremos.

Soltadas las traíllas, los perros alcanzaron a la res y consiguieron pararla, a corta distancia, mientras los monteros buscaban vanamente un boquete en el vallado. Entretanto, a cada navajada del puerco, aculado contra un árbol, rodaba un can por el suelo, derramando las tripas. La lucha se hacía cada vez más feroz.

CAP. XXIII. Como nos partimos, defpues de haver comido los Perros.

El emir Edrisi hablaba de las islas de Uac-uac, último término del mundo en el siglo XII por la parte de Oriente: islas tan abundantes en riquezas, que los monos y los perros llevaban collares de oro.

El señor Manolo se presentó varias veces en la casa para dar cuenta a los dos jóvenes de la exigua herencia del Mosco. Iba vendiendo a las gentes de Tetuán los famosos perros del dañador, sus enseres de caza, todo lo que contenía la casucha de las Carolinas. Llegó a reunir así unos sesenta duros, que entregó a Feli, guardándolos ésta sin decir nada a Isidro. Bien necesitaban el dinero.

Morían de pena, de furia, de fatiga, de hambre, de mordidas de perros. ¡Lo mejor era irse al monte, con el valiente Guaroa, y con el niño Guarocuya, a defenderse con las piedras, a defenderse con el agua, a salvar al reyecito bravo, a Guairocuya!

En fin, no era razón dejar morir de hambre a los chiquillos de la Rita; la Fábrica daba limosna a bastantes pobres de fuera: con más motivo a los de dentro; y la maestra recorrió el taller con el delantal hecho bolsa, y llovieron en él cuartos, perros y monedas de diferentes calibres en gran abundancia.